Por Philip Stephens
Ayer nada más la Unión Europea era el modelo para un mundo multipolar y el G-20 parecía una institución capaz de unir los intereses de las naciones avanzadas y emergentes. Pero ahora tenemos turbulencia en Europa y estancamiento en el G-20.
Sería bueno pensar que el acuerdo de la semana pasada para rescatar al euro marca un punto de inflexión, pero hay dudas.
La era del multilateralismo está dejando lugar a una nueva era de nacionalismos. Estamos de vuelta en un mundo de Estados como el del siglo XIX, pero con la paradoja de que los gobiernos nacionales han cedido poder al capital financiero, a las cadenas de abastecimiento transnacionales y a los rápidos cambios en las ventajas comparativas. El control de la información está en manos de la televisión satelital con 24 horas de noticias y de la cacofonía que es la web. La consecuencia es una crisis de la política. Los ciudadanos esperan que los políticos los protejan de las inseguridades –económicas, sociales y físicas– que vienen con la integración global. Pero los gobiernos han perdido en parte su capacidad para cumplir con las demandas.
Los que buscan una explicación al auge de la xenofobia a ambos lados del Atlántico, y de las protestas en Wall Street y otros lugares, la encontrarán en la brecha entre la oferta y la demanda de seguridad individual.
Hasta no hace mucho era razonable suponer que el acuerdo de posguerra podía modificarse para incluir el rebalanceo del poder global. Aunque hubiera discusiones sobre el equilibrio de influencias –por ejemplo, sobre los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU– y se sospechara que el multilateralismo favorecía las normas y los valores occidentales, Beijing, Delhi y Rio de Janeiro podían ser incluidos. Después de todo, su auge había dependido de un sistema mundial de reglas.
De hecho, las intenciones de las nuevas potencias apenas han sido puestas a prueba. La gran falla está en las naciones ricas.
Un Occidente preocupado por sus crisis le dio la espalda a las ambiciones internacionalistas.
En Bruselas se hablaba de Europa como actor global; ahora hablan de sobrevivir. Mitt Romney, el principal competidor por la nominación presidencial republicana en EEUU, habla de otro siglo norteamericano: es puro aire caliente. Con el lastre de la deuda y el déficit, la única superpotencia se inclina hacia el aislacionismo.
Las dificultades del euro son la fachada de una crisis más profunda de integración. En otras épocas, tras los discursos grandilocuentes sobre solidaridad europea estaba el reconocimiento de que la cooperación servía a los intereses nacionales.
Tras la crisis del euro, parece que lo que Grecia, Portugal, España o Italia ganan, Alemania, Holanda u otros pierden. Por esa senda se vuelve a la Europa de la Paz de Westfalia.
Los emergentes aprenden la lección: si Estados tan cercanos en lo político, económico y cultural como los de la eurozona dudan tanto para rescatar la moneda única, por qué otros deben tener fe en un “gobierno global”. Tal vez Europa exageró su influencia.
Washington fue el arquitecto del orden de posguerra. Aunque disminuido por la debilidad económica, EEUU sigue siendo la potencia indispensable. Pero esto no le cae bien a los miembros del Tea Party o a los estadounidenses que pierden su empleo por la competencia extranjera.
Thomas Hobbes prevalece ahora sobre Immanuel Kant en el reordenamiento del sistema global. Pero he aquí la segunda paradoja: la era del nacionalismo promete a su vez una nueva crisis de los Estados.