Es difícil decir cuál de los efectos del actual escándalo de telecomunicaciones es más dañino para India: la pérdida de decenas de miles de millones de dólares para el erario público o su influencia en el ánimo de los inversionistas extranjeros.
El primero es más fácil de cuantificar. Vender un recurso nacional escaso (espectro radioeléctrico de segunda generación) con un apresuramiento indecente (se emitieron 120 licencias en un solo día en enero de 2008) a precios fijados por allá por 2001, puede haber costado al gobierno hasta US$ 31.000 millones, según las cuentas del auditor general. Esa suma es igual al 43% de los créditos externos del gobierno a septiembre, o unos seis meses de pago de intereses sobre el stock total de deuda del gobierno.
Un soberano más fuerte podría permitirse dejar pasar algo de eso. India, que ha tenido un déficit fiscal promedio de 6% durante los 30 últimos años, no puede. Incluso con el ingreso extraordinario de la licitación de licencias 3G el año pasado, se espera que el déficit del gobierno central supere 5,5% del producto (entre los más altos de Asia) en el actual año a marzo.
Evaluar el impacto en el ánimo de los inversionistas extranjeros es más difícil. Las acciones indias han estado vendiéndose desde la primera semana de noviembre en medio de un agresivo ajuste monetario. Pero como el escándalo estalló hace exactamente tres meses, reviviendo recuerdos de la saga de sobornos Bofors de fines de los ‘80 y de la turbulencia política asociada, el Sensex ha caído 7%. El único mercado bursátil que lo ha hecho notablemente peor es el de Túnez.
Declaraciones de Sonia Ghandi, la líder del partido Congreso (“la masa de gente en general debe creer en la justicia del sistema para que sobreviva”), son típicas de un brote reciente de nerviosismo. Pero los inversionistas también necesitan creer en ello.