El terremoto de Lisboa en 1755 dejó inhabitables dos tercios de una ciudad próspera. Entre los intelectuales europeos, el desastre inspiró dudas generalizadas acerca de la bondad de los dioses y el temor a que los esfuerzos humanos eran en vano contra los poderes de la naturaleza. El primer tema sigue abierto, pero el terremoto y maremoto del viernes en Japón mostrarán que las personas sí pueden limitar el daño de lo que las aseguradoras llaman actos de Dios.
Es demasiado pronto para conocer con certeza la pérdida de vidas o el costo de la reconstrucción, pero el terremoto de 1995 en Kobe, Japón, provee un modelo razonable. Ese terremoto mató a casi 0,4% de la población. Risk Management Solutions, expertos en riesgos catastróficos, estiman que se necesitó 0,3% del producto interno bruto de Japón para volver a levantar Kobe. Esas cifras son grandes, pero apenas una fracción de la pérdida de 15% a 20% de la población y 30% a 50% del PIB portugués necesarios para reconstruir Lisboa hace dos siglos, dice Alvaro Pereira, profesor en la universidad Simon Fraser.
El daño proporcionalmente menor es el resultado de dos recursos básicos abundantes en las economías industriales modernas. El primero es conocimiento. Los ingenieros siguen aprendiendo cómo hacer las estructuras resistentes a terremotos. La experiencia en Kobe inspiró revisiones en las prácticas de construcción y planificación, así que el último terremoto hará menos daño que hace dos décadas.
El segundo es capital, en el sentido más amplio de la palabra. Hay más infraestructura física para destruir que antes, pero también hay una mayor reserva de riqueza -mano de obra capacitada, materiales de construcción, recursos financieros- que destinar a la reconstrucción. El dinero es secundario. Algunos tipos de lastre sobre el capital pueden valorizarse (las acciones de la reaseguradora Munich Re bajaron 5%), el capital social de un gobierno bien organizado y la solidaridad entre las personas no tiene precio.