Por Gillian Tett
David Giles, un estudiante de antropología en la Universidad de Washington, pasa mucho de su tiempo pensando en comida. Pero no en víveres de una tienda de abarrotes, granja, cocina familiar o restaurant. En cambio, Giles está obsesionado con “dumpster-diving” (navegar en la basura) o el arte de comer desperdicios de comida de la basura de los estadounidenses.
El antropólogo de Melbourne está analizando cómo grandes volúmenes de comida “comible” está siendo tirada cada día en Estados Unidos porque no reúne las normas culturales o corporativas de comible, o porque las tiendas no quieren mostrar comida que es “fea” (digamos, machucada) o “vieja” (cerca de su fecha de vencimiento). Ya que usualmente es segura para comer, comunidades en lugares como Seattle están ahora saltando a esos contenedores para hurgar en la basura, redefiniendo lo que puede ser comido.
Bienvenidos a una de las muchas paradojas que rodean la comida moderna. En algunos sentidos, EEUU podría parecer estarse llenando de cosas para comer. Cerca de 34% de los adultos son clasificados como obesos y los tamaños de las porciones son vilmente grandes. De hecho, la comida es tan abundante que cerca de 27% de ella es rutinariamente botada.
Pero EEUU, como el resto de occidente, también tiene una popular cultura que venera ser delgado y una industria dietética donde las compañías gastan millones de dólares en hacer que su comida parezca “sana”, incluso si nadie puede acordar realmente lo que significa. En la reunión del año pasado de la Asociación Estadounidense de Antropología, por ejemplo, algunos antropólogos explicaron como habían sido contratados por Campbell’s Soup para estudiar el significado cultural del término “saludable para el corazón”. La compañía estaba preocupada de que si usaban esa etiqueta para una sopa, los consumidores podrían preocuparse de que las otras sopas no fueran saludables, pero nadie pudo definir qué significaba poco saludable.
Más perceptiblemente, y de modo deprimente, las autoridades estadounidenses están mortificándose ahora por la “inseguridad de comida” entre los pobres, incluso en medio de abundancia. Las cocinas de sopa están desparramadas por las ciudades del país y están alcanzando las zonas residenciales. Una de las más visibles formas de asistencia pública es un programa de cupones de alimentos. Desde que la crisis financiera comenzó en 2007, un creciente número de estadounidenses ha explotado esta ayuda de comida: 44 millones de personas están siendo alimentadas en alguna medida por el Programa de Asistencia Suplementaria de Nutrición del gobierno.
Susan Johnston, otra antropóloga, está investigando entre los bancos de comida en el condado de West Chester, Pennsylvania. Ella cree que no sólo el número de recipientes está creciendo sino que sus rangos están cambiando también. Aunque solían estar dominados por personas marginales o pobres, ellos incluyen formalmente a familias de suburbios. Por supuesto, en un mundo ideal hay una respuesta obvia: que la comida “basura” podría ser usada para alimentar a “pobres en comida”. Y algunos retailers y compañías de comida están haciendo esto al manejar planes que donan la comida “imperfecta pero comestible” a las cocinas de sopas. Pero los restaurantes generalmente no participan. Ni los dueños de casa.
Algunos estadounidenses están ahora tomando el asunto con sus propias manos. En muchas ciudades, dice Giles, hay ahora comunidades de sumergirse en la basura, compuesta de estudiantes, anarquistas autonombrados, indigentes, familias recientemente pobres o sólo ciudadanos rebeldes. Estas redes operan normalmente fuera de las organizaciones estatales, pero con un fuerte protocolo informal y de contracultura. El espíritu es autosuficiencia, ayuda mutua e independencia del sistema corporativo y estatal, o, como explica Giles, expresar un sentido de “soberanía” al redefinir y reclamar la comida.
Y por supuesto, ahorra dinero. Por estos días Giles se ha unido a esos dumpster-divers para escarbar vegetales y frutas. Como resultado, gasta menos de US$ 100 a la semana en víveres. Sin embargo, muchos verdaderos dumpster-divers ahora gastan mucho menos que eso (si es que gastan). Es un desafío para todos nosotros y una crítica a la cultura del consumo que se ha vuelto loca.