Cuando la Constitución no está escrita
Más allá de los artículos contenidos en un solo texto, los países se gobiernan a través de fallos judiciales e incluso tradiciones, como Gran Bretaña.
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Cuando el entonces recién electo primer ministro británico Boris Johnson le pidió su firma a la reina Isabel II para prolongar el cierre del Parlamento en agosto pasado, y con ello evitar un voto contra el Brexit, muchos se preguntaron si la monarca sería capaz de decir que no.
Según la ley, ella tiene el poder para hacerlo. Pero, tal como advirtieron muchos, esto hubiese creado una “crisis constitucional”. No porque esté escrito en alguna parte. Sino porque el “sí” de la reina al pedido del primer ministro, así como a cualquier ley aprobada por las dos cámaras del Parlamento, es simplemente una “tradición” sobre la que se basa el funcionamiento del gobierno británico.
Tras la crisis política generada por la acción de Johnson (vetada luego por una corte del país), el movimiento a favor de que Reino Unido tenga una Constitución codificada ha ganado fuerza. Irónicamente, el país que acogió el primer “acto constitucional” de la historia, la promulgación de la Carta Magna en 1215, hoy no tiene una Constitución codificada. Junto a Israel y Nueva Zelanda, Reino Unido forma parte de un trío que es una excepción en la política moderna.
Estos países no cuentan con un texto único, en el que se reúnen los principios y leyes que regulan la acción y organización del Estado, así como la protección de los derechos de las personas. En su lugar, se rigen por un conjunto de leyes, decisiones judiciales, tratados internacionales e incluso convenciones políticas.
Un modelo “no codificado”
El caso neozelandés es el resultado de seguir la tradición británica. Para Israel la decisión es más complicada. Al momento de la creación de su Estado, en 1948, los actores políticos no fueron capaces de ponerse de acuerdo sobre si adoptar una Constitución secular o adoptar las leyes religiosas judías como el marco para el nuevo país. A pesar de que se estableció la obligación de una Asamblea Constituyente, esta ha sido postergada en varias ocasiones. En su lugar, el Parlamento israelí ha aprobado desde 1950 “Leyes Fundamentales”, que se suman a una serie de actas y fallos judiciales, que dan forma a la Constitución.
Quienes defienden este modelo “no codificado” lo hacen poniendo énfasis en la flexibilidad que éste entrega para adaptar la estructura del Estado. En el caso de Reino Unido, se defiende que el sistema funciona. Como quedó demostrado en medio del caos del Brexit, más de una vez la Corte Suprema frenó los intentos del Johnson de imponerse sobre el Parlamento.
Sin embargo, son más los argumentos en contra. Elliot Bulmer, del Instituto para la Democracia y Asistencia Electoral, los resume así: “En ausencia de una Constitución escrita, todo es arbitrario y caótico, un montón de estatutos ordinarios, convenciones y tradiciones que pueden cambiarse a voluntad por un gobierno con mayoría en el Parlamento”.
Otros académicos citan la falta de límites claros entre los diversos poderes del Estado y la confusión que puede producirse por decisiones o fallos judiciales contradictorios.
¿Será hora de reformar?
Para Jeff King, profesor de derecho constitucional de la University College London, se trata más bien de una necesidad democrática. “La gente tiene derecho a participar en la redacción de la ley fundamental del país”. Para ello, King, asesor del Comité Constitucional del Parlamento británico, defiende la idea de una asamblea en la que participen representantes de los partidos políticos y representantes de la sociedad civil. Un modelo similar al de la Convención Mixta que se planteará como opción en el plebiscito chileno del próximo 26 de abril.
En 2014, a pedido de la Cámara de los Comunes, Robert Blackburn, profesor del Centro de Estudios Constitucionales del King’s College London, elaboró un informe en el que presentaba los casos a favor y en contra de que el país tenga una Constitución escrita. Casi seis años después, y en medio de un movimiento más fuerte a favor de una reforma, Blackburn insiste en que un texto constitucional no sólo permitiría a un mayor orden entre los poderes del Estado, sino que sería útil de forma directa para la ciudadanía. Según Blackburn, una Constitución escrita ayudaría a generar un mayor espíritu ciudadano, la gente podría “comprar una copia de la constitución” para conocer las reglas que rigen el país. Además, permitiría unificar los acuerdos de transferencia de los gobiernos de Escocia, Gales, Irlanda del Norte e Inglaterra dentro del Reino Unido; y podría incluir una Carta de Derechos que mejore la protección de los ciudadanos.
Con menor fuerza que en Reino Unido, en Israel y Nueva Zelanda también hay voces que plantean la necesidad de una constitución codificada. Pero las presiones en Londres son mayores, especialmente tras el Brexit, que bien podría convertirse en un “momento constitucional”.
Los críticos de esta postura argumentan, sin embargo, que el sistema funciona y que no se deben buscar soluciones a problemas políticos en un cambio constitucional. Una tendencia que se registra desde los 90 en América Latina y que ahora parece trasladarse a los países desarrollados (también hay movimientos por una reforma constitucional en EEUU y Suecia, por ejemplo).
“Concuerdo con que las constituciones son cada vez más buscadas para la resolución de problemas políticos y sociales. Creo que esto se debe en gran medida a un mayor sentido de propiedad y conciencia del aparato estatal, y a una mayor proximidad de los políticos con la gente común a través de los medios de comunicación”, afirma Blackburn. Agrega, de inmediato, que esta proximidad, facilitada por las redes sociales, también favorece las tendencias populistas. Un escenario en el que, precisamente, se hace aún más necesario el fortalecimiento de las constituciones, así como el desarrollo de nuevos procedimientos de democracia deliberativa al momento de discutir y decidir reformas mayores.
Una cuestión de identidad
Una Constitución (codificada) no sólo tiene un fin instrumental como marco organizador y regulador de los poderes del Estado. El Instituto para la Democracia y Asistencia Electoral (IDEA) la define como la intersección entre el sistema legal, el sistema político y la sociedad. Es por esto que, en mayor o menor grado, el texto constitucional se usa para definir o reflejar los valores y aspiraciones de una sociedad.
Esto se puede dar a través de la declaración de valores e ideas (o religión) que regirán la vida común, usualmente descritos en la apertura o preámbulo de la Constitución; o a través de disposiciones o definición de derechos (como la defensa a la vida desde la concepción).
IDEA explica que cuando un texto constitucional hace un amplio énfasis en esta función "identitaria", se enmarca en el arquetipo de Constitución prescriptiva. Suele ser el caso de los textos aprobados tras eventos traumáticos, como guerras o revoluciones, o cambios de régimen político. Algo importante a tener en cuenta es que esta función social de la Constitución obliga a que el proceso de reforma y de ratificación del texto cuente con un amplio respaldo ciudadano para garantizar su legitimidad.