La democracia según Michelle
Rafael Ariztía Socio MFO Advisors
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Siempre me ha intrigado la definición de democracia que tiene Michelle Bachelet en su cabeza. ¿Puede alguien adorar el régimen cubano y al mismo tiempo creer verdaderamente en la democracia? ¿Puede alguien correr a los brazos de Fidel y al mismo tiempo condenar las dictaduras del mundo? Sin duda ella piensa que la respuesta es sí. Y eso es lo intrigante.
Pero su falta de coherencia democrática va más allá. Habiendo vivido y estudiado en la Alemania de Honecker, nunca le hemos escuchado un reproche a ese régimen. Al contrario, su madre, que suele interpretarla cuando ella guarda silencio, llegó a justificar la construcción del muro de Berlín y lamentar su caída.
Esa misma falta de coherencia democrática es lo que hirió a su gobierno desde el inicio. Porque entendió su mandato como una autorización para pasarle la aplanadora a la minoría y refundar el país. Y la democracia no consiste en eso. De ahí el desdén generalizado por los consensos y el desprecio por la construcción de acuerdos.
Todos podemos equivocarnos, y puede resultar hasta entendible que Bachelet, arriba de la nube en que la trajo desde la ONU, haya sufrido de vértigo al inicio de su gobierno.
Sin duda que con las mejores intenciones, quiso implantar lo que ella creía era lo mejor para los chilenos. Lo que es intrigante, y demuestra nuevamente poca coherencia democrática, es cómo después de que la aprobación a su gestión se fuera al piso, y en forma consistente las personas le indicaran que sus reformas, tanto en forma como en fondo, no eran bienvenidas, Bachelet perseverara en sus preceptos.
Pareciera que su concepto de democracia es algo así como: “las personas votan en las elecciones... después yo veo qué hago y al que no le guste, que se aguante... porque yo sé lo que es bueno para ustedes y sé también que en el futuro me encontrarán la razón”. En suma, una mezcla de paternalismo y fundamentalismo ideológico muy arraigado en la izquierda “carnívora”, que tan bien describieron Álvaro Vargas Llosa y sus socios en el libro “Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano”.
Pero es ahora, en el ocaso de su gobierno, que las convicciones democráticas se ponen más a prueba. Primero fue la forma en que enfrentó la contienda electoral. Y en eso no sale bien parada. Ante la debilidad del candidato oficialista, su gobierno no tuvo empacho en transformarse en su comando de comunicaciones, con vocería diaria y con una hiperactividad presidencial que no habíamos visto en todo su mandato.
Con ello Bachelet lamentablemente se salió de una larga tradición de prescindencia presidencial respecto a las elecciones, que es básica para la democracia. Todos entienden que la presidenta tiene opinión y preferencia. Pero otra cosa muy distinta es usar el aparato público para impulsarla y para atacar al contrincante.
Y pasada la elección, con un resultado tan claro, uno esperaría que la presidenta impulsara materias de consenso, entendiendo que la ciudadanía ya habló. Pero nuevamente, demostrando un concepto curioso de lo que entiende por democracia, Bachelet impulsa una agenda acelerada de reformas en las que no hay consenso ni siquiera dentro de sus filas. ¿Cuál es la idea? Aprovechar una mayoría circunstancial para impulsar a rajatabla proyectos tan importantes para los chilenos como la reforma a las pensiones o las modificaciones a la Constitución. ¿No le parece un atropello a la voluntad de los chilenos que acaban de manifestarse mayoritariamente en una elección?
Bachelet ya tendrá su cita con la historia. En materias de gestión del gobierno y capacidad de liderazgo, creo que el veredicto será lapidario. Mi apuesta es que también lo será respecto a su real compromiso democrático. Cómo no podría serlo quien declara su admiración por Fidel Castro y Ho Chi Minh, y quien no se arruga en hacer que su última gira presidencial sea a Cuba, sin ninguna razón más allá de sus simples gustos personales.