Superyates magnifican los peores rasgos de personalidad de los multimillonarios
Las embarcaciones reflejan la arrogancia, la avaricia y el desprecio por los costos y por la opinión pública.
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Hace unos días, mientras que navegaba en un velero pasé junto al nuevo superyate de Sir Philip Green, el Lionheart, una embarcación de cerca de 3,000 toneladas de flotante grandilocuencia anclada en la isla griega de Skiathos.
Me recordó a la única vez que subí a un barco de este tipo, el cual pertenecía a Robert Maxwell, otro magnate con problemas en asuntos de pensiones. En 1988, él me transportó en avión, junto con otros periodistas, a Córcega para que nos reuniéramos con él en el superyate Lady Ghislaine con el fin de explicarnos, durante el almuerzo, su más reciente incursión en el mundo de la industria editorial. Tres años más tarde, el magnate de los medios desapareció de ese mismo yate, esquivando así las consecuencias personales de su saqueo de los fondos de pensiones del grupo de medios Mirror.
A diferencia de Maxwell en 1988, Sir Philip — quien fue recientemente criticado por miembros del parlamento por su mediocre administración de la cadena de tiendas BHS — no estaba en un estado de ánimo comunicativo. (Él no ha sido acusado de ninguna ilegalidad en relación con la falta de financiación de las pensiones en BHS, la cual vendió el año pasado). El minorista no respondió a la invitación a compartir una copa que le hice por medio de un texto, y rehusó los intentos de otros periodistas para entrevistarlo.
Pero el Lionheart — que, con 90 metros de longitud, es 35 metros más largo que la embarcación de Maxwell — me hizo comprender cómo los superyates resumen los defectos y las contradicciones del éxito empresarial.
Los hombres inmensamente ricos (y algunas mujeres ricas) parecen sentir que son los únicos lugares en donde pueden disfrutar del ocio sin ser molestados, viviendo la fantasía interpretada por Julio Verne en "20,000 leguas de viaje submarino". Su antihéroe, el Capitán Nemo, es capaz de circunnavegar el globo en casi total secreto en el Nautilus, un submarino gigante que cuenta con lo último en tecnología, con una lujosa decoración, con alta cocina y con una biblioteca con libros sobre "ciencia, ética y literatura ... pero ni una sola obra sobre economía".
A diferencia del Nautilus, sin embargo, los superyates son difíciles de ocultar. Cuando están anclados en Mónaco al lado de otros superyates, los multimillonarios y los oligarcas bien pudieran estar viviendo en una casa adosada en cualquiera de los suburbios, aunque con su propio spa, sus propias motos de agua y, en algunas ocasiones, con un pequeño sumergible. Paradójicamente, el 'ser visto' a menudo es parte del atractivo de ser dueño de una embarcación de gran tamaño como éstas.
Los yates de gran tamaño tienen el propósito de realzar la reputación de sus propietarios entre sus colegas ultrarricos. Pero cuando las cosas van mal, socavan su imagen. Cuando envié una imagen del Lionheart a través de Twitter, varias personas no tardaron en señalar que el solárium de Sir Philip estaba dentro del rango de un tomate podrido bien apuntado.
En su libro, The New New Thing, Michael Lewis narra la obsesión de Jim Clark con el Hyperion, su yate controlado por computadora, mientras que la burbuja del puntocom se inflaba a finales de 1990. En un momento dado, el cofundador de Netscape se enteró de que alguien estaba construyendo un barco más grande: "En un cierto momento él podía decir, '¿A quién le importa cuál de los tipos ricos tenga el mástil más alto?' y de hecho creer cada una de sus palabras. Y en el siguiente momento estaría de pie con el mástil sobresaliendo de él como un enorme falo negro y exclamando sonoramente 'el mío tiene sesenta metros. ¿Cuán largo es el tuyo?'".
Lewis fue testigo de la "inteligencia y la testosterona... luchando por la hegemonía". Es fácil ver cómo una sesión de lucha libre pudiera pasar del puente de mando al salón de conferencias, en donde a los líderes corporativos ya les gusta autoimaginarse como dueños de barcos abatidos por impredecibles tormentas.
Existe una buena razón por la cual Nemo excluyó los libros de economía de su biblioteca de a bordo: las consideraciones económicas de construir y mantener dichos buques son aterradoras. Sir Philip (o, posiblemente, su esposa, quien es la dueña del imperio minorista) supuestamente pagó US$ 150 millones por el Lionheart; el superyate más grande del mundo, el Azzam, de 180 metros, le costó al jeque — que probablemente es el dueño — más del doble.
Towergate Insurance — que el año pasado compiló una lista de los costos reales de tales botes de exhibición — indicó que solamente la cobertura pudiera alcanzar US $240 mil al año. Los costos de operación ascienden a por lo menos 10 por ciento del precio de compra. No es de extrañarse que la mayoría de los propietarios se aferren a sus barcos durante sólo tres años, y que J. Pierpont Morgan supuestamente haya pronunciado las siguientes palabras para desanimar a uno de sus contactos en seguir su ejemplo de ser dueño de un yate: "Si tienes que preguntar cuánto cuesta, no puedes pagarlo".
Puedo ver sólo dos ventajas de ser dueño de grandes barcos. Una de ellas es para disfrutar de un pasatiempo de la niñez a escala real, tal y como lo hace el dedicado marinero Sir Charles Dunstone, el fundador de Carphone Warehouse. Otra ventaja es hacer que hermosas embarcaciones sean nuevamente aptas para navegar, como lo ha hecho el magnate de los aparatos domésticos Sir James Dyson al restaurar el Nahlin, un yate de vapor botado por vez primera en 1930. Ésta parece ser una noble asignación de fondos.
En general, sin embargo, mientras que nada impide que los magnates gasten miles de millones ganados honestamente con tan poco gusto y con tanta extravagancia como puedan costear, la mayoría de las compras de superyates reflejan todos sus peores rasgos de personalidad: arrogancia, avaricia personal, una excesiva necesidad de competir y una indiferencia ante la opinión pública. Y, lo que es peor, los superyates les permiten a sus propietarios disfrutar de una ilusión similar a la de Nemo en la que puedan desechar el mundo real, en donde — como el Sr. Maxwell ya descubrió y Sir Philip tal vez esté a punto de descubrir — el juicio puede ser severo, el castigo doloroso y el archienemigo tan difícil de evitar como un arrecife inexplorado.