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¿Podemos salvar a Europa?

Ya en 2012, año para el que se espera...

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Ya en 2012, año para el que se espera que la economía mundial crezca solamente un 2,5%, la pelea por los pedazos del pastel global se tornará más violenta. Europa está luchando por su supervivencia económica, pero no parece estar enterada.



Entonces, ¿queremos los europeos mantener un papel relevante en el siglo XXI, para lo cual es necesario fortalecer nuestra posición? ¿O estamos dispuestos a dejar que una combinación de rivalidades nacionalistas y autocomplacencia nos conduzca a una penosa decadencia?
Soy defensor de una Europa fuerte, que acepte los desafíos de un mundo sumido en un cambio incesante. Necesitamos un nuevo contrato entre las naciones, generaciones y clases sociales europeas, y esto implica tomar decisiones difíciles. Debemos dejar a un lado egoísmos nacionales, intereses creados, subterfugios y prejuicios. Si Europa quiere que las cosas sigan siendo lo que son, las cosas tendrán que cambiar radicalmente.

En primer lugar, para dotar de legitimidad plena a las decisiones paneuropeas, la UE debe convertirse en una auténtica democracia, con una presidencia elegida mediante votación directa y un parlamento más fuerte.

En segundo lugar, debemos reducir la brecha de ingresos. La división cada vez mayor entre ricos y pobres, el estancamiento de los salarios reales y las profundas disparidades regionales en materia de desempleo son moralmente inaceptables y económicamente contraproducentes.

Por último, hay que encarar una amplia reforma del estado de bienestar. En la actualidad, la UE asigna gran parte de su gasto público a pensiones y atención médica para los mayores, mientras que la educación sufre las consecuencias de una financiación deficiente. Un estado de bienestar que concentra la mayor parte de sus recursos en los ancianos y no ofrece oportunidades suficientes a las generaciones más jóvenes es insostenible. También es preciso resolver las inequidades basadas en privilegios, por ejemplo los esquemas de pensiones del sector público y las ventajas discrecionales para grupos de intereses creados.

Para que estos cambios sean posibles, es inevitable subir los impuestos a la riqueza y a la renta del capital. Pero aunque el consiguiente aumento de los ingresos fiscales mejorará las finanzas públicas europeas, no por ello será menos necesario reformar el estado de bienestar.

También es un error creer que las medidas de austeridad (que hasta ahora han concitado la atención de los líderes europeos) servirán para consolidar las finanzas públicas. Europa está al borde de una recesión, y por eso, los Estados deben limitarse a aplicar recortes presupuestarios que no provoquen una contracción de la economía. Asimismo, deben subir solamente aquellos impuestos que, al aumentar, no reduzcan el consumo, la inversión o la creación de empleos.

Se necesita además un “Plan Marshall Europeo” que aporte inversiones en infraestructura, energías renovables y uso eficiente de la energía. Este plan no solamente fomentaría el crecimiento, sino que disminuiría el déficit de cuenta corriente (al permitir una reducción de las costosas importaciones de combustibles fósiles). La única manera de consolidar las finanzas públicas es mediante el crecimiento, no la austeridad.

El Banco Central Europeo debe adaptarse a las nuevas reglas del pacto fiscal. Es preciso reducir la vulnerabilidad de los Estados nacionales a los mercados financieros y sus exagerados tipos de interés. Solamente el BCE, asumiendo el papel de prestamista de última instancia, puede detener la salida de capitales de la eurozona y restablecer la confianza en la capacidad de Europa para resolver sus propios problemas.

A Europa se le acaba el tiempo. Las instituciones de la UE deben extremar su creatividad, ya que el pensamiento convencional no bastará para salvar a la Unión. Solo cuando la UE salga otra vez a flote, podremos emprender la difícil pero necesaria tarea de elaborar y adoptar un nuevo tratado para una nueva Europa.



Copyright: Project Syndicate, 2012

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