El conservadurismo actual entierra los ideales de Reagan y Thatcher
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Era una relación romántica. Platónica, pero romántica de todas maneras. Como lo explicó un exdiplomático estadounidense, el presidente Ronald Reagan y Margaret Thatcher eran “almas gemelas en lo político y lo filosófico”. La conexión entre Reagan y Thatcher aseguró el retorno del ideal del libre comercio. Ambos apuntaban a disminuir la influencia de lo que consideraban un estado excesivamente intruso e incompetente. Su matrimonio de ideas no sólo reformó las políticas y reglas en sus países. Reformó las de todo el mundo. Pero no lo hizo por sí solo. Podría argumentarse que la llegada al poder de Deng Xiaoping en China fue un cambio de largo plazo más fundamental.
Avancemos hasta hoy. En su discurso inaugural en enero, Donald Trump habló no de la “ciudad brillante en una montaña”, sino de una “matanza estadounidense”. Esto refleja más que un cambio de ánimo. Los líderes del Partido Republicano habían buscado largamente los votos requeridos para sus objetivos primarios de recorte de impuestos, gastos y desregulación económica, apelando a ansiedades culturales, religiosas y étnicas. Trump hablaba directamente a quienes estaban enojados y ansiosos, prometiendo defender la seguridad social y el Medicare, instaurar el proteccionismo y regular la inmigración. Dijo: “La protección nos llevará a una gran prosperidad y fuerza”. Ello no era conservadurismo tradicional ni el legado de Reagan. Era populismo de derecha.
Theresa May odia la doctrina de Thatcher aún más explícitamente de lo que Trump rechaza la de Reagan. Su manifiesto electoral para los conservadores señala: “Debemos rechazar las plantillas ideológicas que ofrecen la izquierda socialista y la derecha libertaria y, en cambio, acoger la visión centrista que reconoce el bien que pueden hacer los gobiernos”. Más aún: “No creemos en los mercados libres sin trabas. Rechazamos el culto del individualismo egoísta. Aborrecemos la división social, la injusticia y la desigualdad. Vemos los dogmas y las ideologías rígidos no sólo como innecesarios, sino peligrosos”.
Trump no es tan diferente de Reagan como May lo es de Thatcher. Él ha acogido el “pluto-populismo”: políticas que benefician a los plutócratas y se justifican con retórica populista. Como muestran sus propuestas presupuestarias, el objetivo aún es rebajar los impuestos a los ricos a expensas de los pobres. Pero May ha retomado el intervencionismo de Marold Macmillan, primer ministro entre 1957 a 1963. Cuando el clásico liberal Friedrich von Hayek (uno de los héroes intelectuales de Thatcher) dedicó Camino de Servidumbre, publicado en 1944, a los “socialistas de todos los partidos”, tenía a esas personas en mente.
¿Cómo se explican estos viajes a destinos diferentes? La confianza en los beneficios del libre mercado, libre comercio y el libre movimiento de personas se ha perdido en ambos países. El pensamiento conservador se ha vuelto más tribal y menos global. La devastación causada por la crisis financiera de 2007 a 2009 es una explicación. La hostilidad hacia la inmigración es otra. Sin la última, Hillary Clinton probablemente sería la presidenta de EEUU y David Cameron sería el primer ministro del Reino Unido. Las tradiciones han vuelto a raíces diferentes: el paternalismo jerárquico del conservadurismo británico y el populismo jacksoniano de EEUU.
No sólo están EEUU y el Reino Unido en lugares ideológicos distintos, sino que ningún país promueve la fe abierta en los mercados libres de la era de Reagan y Thatcher. Lo más cercano a esa defensa está en la Alemania de Angela Merkel y la China de Xi Jinping. EEUU y el Reino Unido han entrado a un período marcado por la sospecha sobre los extranjeros y las dudas sobre los mercados libres, particularmente si los extranjeros están involucrados de alguna forma. Parece altamente probable que este cambio dure más allá de las personas involucradas hoy. El resultado posiblemente sea un centro de gravedad ideológico diferente para las políticas, al menos en Occidente.
Igual de fundamental es preguntarse si las políticas promovidas tranquilizarán la ansiedad de quienes pusieron a Trump y May en el poder (aunque sea indirectamente, en el caso de la última). Lamentablemente, lo opuesto es mucho más probable. Ambos parecen cómodos con la idea de alterar los mercados de manera discrecional. No existe razón para anticipar que tales intervenciones en el mercado logren mucho. En el caso de Trump, es probable que la propuesta reducción del gasto federal en áreas vitales para los desfavorecidos, para los servicios públicos esenciales y para la provisión de bienes públicos sea extremadamente perjudicial para el bienestar de muchos de sus partidarios. Mientras tanto, nada de lo que él haga traerá de vuelta los trabajos de manufactura y de minería perdidos. Este fracaso parece indudablemente destinado a enfurecer todavía más a su base. Mientras tanto, la dolorosa realidad del Brexit abrumará la nueva agenda conservadora de May, incluso si lograra que funcione en sus propios términos, lo cual es improbable.
Sin embargo, los cambios en el conservadurismo estadounidense y en el británico son también significativos. Lo que están indicando es que se requiere una transformación en los planes de los gobiernos y en la política. Eso sin duda refleja lo que ha fracasado en las sociedades occidentales durante las últimas cuatro décadas. Algunos de los cambios adversos eran inevitables y deseables: el monopolio de los países occidentales sobre el conocimiento económico avanzado no podía sostenerse; y el envejecimiento de sus sociedades era igualmente deseable e inevitable. Las fuerzas económicas que impulsaban una mayor desigualdad también eran muy poderosas. No obstante, se cometieron grandes errores, en particular al permitir que el sector financiero se volviera tan dominante. La evidencia también demuestra que la desigualdad es una elección, no un destino.
Es hora de repensar numerosos aspectos. Una parte de esta reevaluación debe ser acerca del papel y de los límites de los mercados. Otra parte debe ser acerca de gestionar la inmigración en formas que permitan a (casi) todos sentir que se benefician. Una parte debe ser acerca de gestionar la compleja interacción entre los mercados mundiales y la política democrática nacional. Pero quizás la parte más importante de todas será repensar el papel de los Estados, actuando individual y conjuntamente. Es una crítica legítima a las revoluciones de Reagan y de Thatcher que subestimaron las funciones perdurables de los Estados como aseguradores, como protectores, como financiadores de la educación y la salud, como proveedores de infraestructura y de bienes públicos, como gestores de externalidades, como reguladores de monopolios, como estabilizadores de economías, como redistribuidores de ingresos y, no menos importante, como foco de las lealtades políticas. Además, para lograr lo que se necesita a nivel doméstico, los Estados también tienen que cooperar, lo que es siempre una tarea compleja.
Hacer todo esto correctamente será difícil. Sería bueno que los británicos y los estadounidenses reconocieran que no poseen todas (ni siquiera la mayoría) de las respuestas. Incluso podrían aprender de los demás. Una cosa alentadora acerca de Emmanuel Macron, el nuevo presidente francés, es que ha señalado esto en relación con su propio país, refiriéndose al ejemplo escandinavo de economías dinámicas con altos niveles de protección social. Si han de renovarse las tradiciones políticas, debe hacerse siendo receptivos a las ideas de los demás. Los angloamericanos deberían atreverse a seguir el ejemplo de Macron.