La homosexualidad (I)
Por: | Publicado: Viernes 1 de julio de 2011 a las 05:00 hrs.
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Por Livio Melina *
La encendida discusión pública que está desarrollándose acerca de la homosexualidad presenta diferentes niveles de consideración del tema, a veces heterogéneos, pero con signos de confusión interesada. Es raro que se distingan los complejos problemas psicológicos, que caracterizan la personalidad con orientación homosexual, de las cuestiones relativas a la cultura gay y a los estilos de vida que se inspiran en ella; más raramente aún se separan las justas exigencias de no discriminar a las personas, de la reivindicación de la plena legitimación pública de las uniones homosexuales.
En esta situación, la conquista positiva del respeto debido en todo caso a la persona, nunca identificable de modo reductivo con su orientación sexual y con sus actos, y el descubrimiento de los profundos condicionamientos de naturaleza psicosocial que subyacen a la homosexualidad, se mezclan con otros factores culturales, dando origen a una incertidumbre creciente y casi un eclipse de la capacidad de hallar criterios morales objetivos de valoración. La pérdida del auténtico valor normativo de la naturaleza humana y la consiguiente subjetivización del sentido moral se asocian a una erotización de la cultura del ambiente y a una enfatización del derecho al placer sexual que, tras haber exaltado la libertad individual, somete paradójicamente a la persona al determinismo de los impulsos, censurando toda pretensión normativa.
En esta intervención, distinguiendo tres niveles de consideración del problema, nos proponemos indicar, en primer lugar, los criterios-guía para una valoración moral objetiva de los actos homosexuales; en segundo lugar, examinar los condicionamientos subjetivos; y, por último, analizar algunos desafíos que plantea la cultura “gay”.
1. La elección de partir de la valoración de los actos homosexuales depende, precisamente, de la perspectiva moral en la que nos situemos. Para que se pueda expresar una valoración en términos de bien o de mal moral, es necesario que entre en juego la voluntad libre de la persona, que se autodetermina mediante decisiones. En efecto, la moral se interesa en lo que procede de la libertad personal, a saber, de los actos humanos que, “en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual” (Veritatis splendor, 71).
Los actos homosexuales entran, por tanto, en la consideración moral en cuanto decisiones deliberadas, mientras que los condicionamientos psicológicos de la libertad se examinan, en un segundo momento, en la medida en que constituyen una disminución o incluso un desafío para la responsabilidad moral de la persona.
Como todo acto humano, también el comportamiento homosexual debe determinarse, ante todo, “a partir de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos” (Gaudium et spes, 51). Se trata de los “principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana y que atañen al pleno desarrollo y santificación de hombre” (Persona humana, 4). En efecto, “el obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el verdadero bien del hombre”, que corresponde al sabio designio de Dios y que indican sus mandamientos, el “camino que conduce a la vida” (Veritatis splendor, 72).
Ahora bien, la tradición moral de la Iglesia, basada en la luz de la Revelación de la razón natural, ha afirmado siempre, de forma inequívoca, que “el uso de la función sexual logra su verdadero sentido y su rectitud moral tan sólo en el matrimonio legítimo” (Persona humana, 5). La sexualidad humana se inserta en el designio originario y bueno de Dios creador, que ha llamado al hombre y a la mujer, en su complementariedad recíproca, a ser imagen de su mismo amor y colaboradores responsables en la procreación de nuevas personas. Por consiguiente, en los actos corporales relativos a la sexualidad se encuentran inscritos significados objetivos, que constituyen llamadas a la realización del bien moral de la persona. El concilio Vaticano II, hablando de las normas de moral conyugal, ha justificado su valor precisamente por estar orientadas a mantener el ejercicio de la sexualidad “en el contexto del amor verdadero”, conservando “íntegro el sentido de la donación mutua y de la procreación humana” (Gaudium et spes, 51).
Mediante el simbolismo de la diferencia sexual, que caracteriza su corporeidad, el hombre y la mujer están llamados a realizar dos valores íntimamente unidos: la entrega de sí y la acogida del otro en una comunión indisoluble (una caro), y la apertura a la transmisión de la vida. Sólo en el ámbito del matrimonio legítimo estos valores, propios de la sexualidad, se respetan y se realizan adecuadamente.
Si consideramos ahora la actividad homosexual a la luz de estos criterios objetivos, confrontándola con la relación conyugal heterosexual, no puede menos de manifestarse su contradicción intrínseca con los significados mencionados. Ante todo, el comportamiento homosexual carece del significado unitivo en el que puede realizarse “una auténtica entrega de sí”. En efecto, sólo en la relación sexual conyugal entre un hombre y una mujer la complementariedad recíproca, basada en la diferencia sexual, permite que se forme en “una sola carne” una comunión de personas que, juntas, constituyen un idéntico principio procreador. El don de sí y la acogida del otro son reales, pues se basan en el reconocimiento de la alteridad y en la globalidad del gesto que las expresa. El don del cuerpo es signo real del don de las personas. El encuentro de una persona con otra se expresa respetando el simbolismo del cuerpo sexuado y se realiza, por consiguiente, como verdadero don de sí y verdadera acogida del otro que, en un gesto unitario e intencionalmente totalizador, incluye alma y cuerpo.
En el acto homosexual, por el contrario, no puede realizarse la verdadera reciprocidad que hace posible el don de sí y la acogida del otro. Al faltar la complementariedad, cada uno permanece aislado en sí mismo y vive el contacto con el cuerpo del otro como ocasión para un goce individualista. Al mismo tiempo, la actividad homosexual implica también la apariencia de una intimidad ficticia, buscada obsesivamente y siempre inalcanzable. El otro no es verdaderamente el “otro”, sino el semejante a si mismo; en realidad, es sólo el espejo de sí mismo que confirma en su soledad, exactamente cuando se busca el encuentro. Se trata del “narcisismo” patológico, que los estudios de numerosos psicólogos (cf. L.Ovesey, O.F. Kernberg, etc.) han constatado en la personalidad homosexual. De aquí que prevalga una gran inestabilidad y promiscuidad en el modelo de vida homosexual más difundido, por lo cual la propuesta que hacen algunos, por ejemplo J.F. Hervey, de promover uniones “estables” institucionalizadas, está completamente fuera de la realidad.
En segundo lugar, el acto homosexual, obviamente carece también de la apertura al significado procreador de la sexualidad humana. En la relación sexual entre los cónyuges, su gesto de entrega y acogida recíproca en el cuerpo está ordenado a un bien ulterior, que trasciende a los dos: el bien de la nueva vida que puede nacer de su unión y a la que están llamados a dedicarse. La lógica misma del amor exige esta realidad ulterior y esta trascendencia, sin la cual el acto sexual corre el riesgo de cerrarse en sí mismo, concentrándose sólo en la búsqueda del placer y resultando, literalmente, algo estéril.
Mediante la apertura a la procreación, el gesto íntimo de los cónyuges se inserta en el tiempo y en la historia y forma parte del entramado de la sociedad. Al contrario, el acto homosexual no tiene raíces en el pasado, ni se orienta hacia ningún futuro, y tampoco se injerta en la comunidad y en la sucesión de las generaciones. Queda bloqueado en un pointillisme esthétique (A. Chapelle), en un instante irreal, fuera del tiempo y de la responsabilidad social. Hablar de “fecundidad espiritual” de la homosexualidad significa atribuir indebidamente el aspecto positivo, que conlleva siempre una amistad verdadera y que pueden vivir también las personas homosexuales, a las prácticas psicológicamente por una esterilidad frustrante. En efecto, algunos psicólogos con gran experiencia clínica afirman que entre los homosexuales varones es frecuente la situación por la que no pueden seguir teniendo relaciones sexuales entre ellos cuando se profundiza una auténtica amistad personal (J. Keefe).
*La segunda parte de este artículo se publicará en este espacio el viernes 8 de julio.
La encendida discusión pública que está desarrollándose acerca de la homosexualidad presenta diferentes niveles de consideración del tema, a veces heterogéneos, pero con signos de confusión interesada. Es raro que se distingan los complejos problemas psicológicos, que caracterizan la personalidad con orientación homosexual, de las cuestiones relativas a la cultura gay y a los estilos de vida que se inspiran en ella; más raramente aún se separan las justas exigencias de no discriminar a las personas, de la reivindicación de la plena legitimación pública de las uniones homosexuales.
En esta situación, la conquista positiva del respeto debido en todo caso a la persona, nunca identificable de modo reductivo con su orientación sexual y con sus actos, y el descubrimiento de los profundos condicionamientos de naturaleza psicosocial que subyacen a la homosexualidad, se mezclan con otros factores culturales, dando origen a una incertidumbre creciente y casi un eclipse de la capacidad de hallar criterios morales objetivos de valoración. La pérdida del auténtico valor normativo de la naturaleza humana y la consiguiente subjetivización del sentido moral se asocian a una erotización de la cultura del ambiente y a una enfatización del derecho al placer sexual que, tras haber exaltado la libertad individual, somete paradójicamente a la persona al determinismo de los impulsos, censurando toda pretensión normativa.
En esta intervención, distinguiendo tres niveles de consideración del problema, nos proponemos indicar, en primer lugar, los criterios-guía para una valoración moral objetiva de los actos homosexuales; en segundo lugar, examinar los condicionamientos subjetivos; y, por último, analizar algunos desafíos que plantea la cultura “gay”.
1. La elección de partir de la valoración de los actos homosexuales depende, precisamente, de la perspectiva moral en la que nos situemos. Para que se pueda expresar una valoración en términos de bien o de mal moral, es necesario que entre en juego la voluntad libre de la persona, que se autodetermina mediante decisiones. En efecto, la moral se interesa en lo que procede de la libertad personal, a saber, de los actos humanos que, “en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual” (Veritatis splendor, 71).
Los actos homosexuales entran, por tanto, en la consideración moral en cuanto decisiones deliberadas, mientras que los condicionamientos psicológicos de la libertad se examinan, en un segundo momento, en la medida en que constituyen una disminución o incluso un desafío para la responsabilidad moral de la persona.
Como todo acto humano, también el comportamiento homosexual debe determinarse, ante todo, “a partir de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos” (Gaudium et spes, 51). Se trata de los “principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana y que atañen al pleno desarrollo y santificación de hombre” (Persona humana, 4). En efecto, “el obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el verdadero bien del hombre”, que corresponde al sabio designio de Dios y que indican sus mandamientos, el “camino que conduce a la vida” (Veritatis splendor, 72).
Ahora bien, la tradición moral de la Iglesia, basada en la luz de la Revelación de la razón natural, ha afirmado siempre, de forma inequívoca, que “el uso de la función sexual logra su verdadero sentido y su rectitud moral tan sólo en el matrimonio legítimo” (Persona humana, 5). La sexualidad humana se inserta en el designio originario y bueno de Dios creador, que ha llamado al hombre y a la mujer, en su complementariedad recíproca, a ser imagen de su mismo amor y colaboradores responsables en la procreación de nuevas personas. Por consiguiente, en los actos corporales relativos a la sexualidad se encuentran inscritos significados objetivos, que constituyen llamadas a la realización del bien moral de la persona. El concilio Vaticano II, hablando de las normas de moral conyugal, ha justificado su valor precisamente por estar orientadas a mantener el ejercicio de la sexualidad “en el contexto del amor verdadero”, conservando “íntegro el sentido de la donación mutua y de la procreación humana” (Gaudium et spes, 51).
Mediante el simbolismo de la diferencia sexual, que caracteriza su corporeidad, el hombre y la mujer están llamados a realizar dos valores íntimamente unidos: la entrega de sí y la acogida del otro en una comunión indisoluble (una caro), y la apertura a la transmisión de la vida. Sólo en el ámbito del matrimonio legítimo estos valores, propios de la sexualidad, se respetan y se realizan adecuadamente.
Si consideramos ahora la actividad homosexual a la luz de estos criterios objetivos, confrontándola con la relación conyugal heterosexual, no puede menos de manifestarse su contradicción intrínseca con los significados mencionados. Ante todo, el comportamiento homosexual carece del significado unitivo en el que puede realizarse “una auténtica entrega de sí”. En efecto, sólo en la relación sexual conyugal entre un hombre y una mujer la complementariedad recíproca, basada en la diferencia sexual, permite que se forme en “una sola carne” una comunión de personas que, juntas, constituyen un idéntico principio procreador. El don de sí y la acogida del otro son reales, pues se basan en el reconocimiento de la alteridad y en la globalidad del gesto que las expresa. El don del cuerpo es signo real del don de las personas. El encuentro de una persona con otra se expresa respetando el simbolismo del cuerpo sexuado y se realiza, por consiguiente, como verdadero don de sí y verdadera acogida del otro que, en un gesto unitario e intencionalmente totalizador, incluye alma y cuerpo.
En el acto homosexual, por el contrario, no puede realizarse la verdadera reciprocidad que hace posible el don de sí y la acogida del otro. Al faltar la complementariedad, cada uno permanece aislado en sí mismo y vive el contacto con el cuerpo del otro como ocasión para un goce individualista. Al mismo tiempo, la actividad homosexual implica también la apariencia de una intimidad ficticia, buscada obsesivamente y siempre inalcanzable. El otro no es verdaderamente el “otro”, sino el semejante a si mismo; en realidad, es sólo el espejo de sí mismo que confirma en su soledad, exactamente cuando se busca el encuentro. Se trata del “narcisismo” patológico, que los estudios de numerosos psicólogos (cf. L.Ovesey, O.F. Kernberg, etc.) han constatado en la personalidad homosexual. De aquí que prevalga una gran inestabilidad y promiscuidad en el modelo de vida homosexual más difundido, por lo cual la propuesta que hacen algunos, por ejemplo J.F. Hervey, de promover uniones “estables” institucionalizadas, está completamente fuera de la realidad.
En segundo lugar, el acto homosexual, obviamente carece también de la apertura al significado procreador de la sexualidad humana. En la relación sexual entre los cónyuges, su gesto de entrega y acogida recíproca en el cuerpo está ordenado a un bien ulterior, que trasciende a los dos: el bien de la nueva vida que puede nacer de su unión y a la que están llamados a dedicarse. La lógica misma del amor exige esta realidad ulterior y esta trascendencia, sin la cual el acto sexual corre el riesgo de cerrarse en sí mismo, concentrándose sólo en la búsqueda del placer y resultando, literalmente, algo estéril.
Mediante la apertura a la procreación, el gesto íntimo de los cónyuges se inserta en el tiempo y en la historia y forma parte del entramado de la sociedad. Al contrario, el acto homosexual no tiene raíces en el pasado, ni se orienta hacia ningún futuro, y tampoco se injerta en la comunidad y en la sucesión de las generaciones. Queda bloqueado en un pointillisme esthétique (A. Chapelle), en un instante irreal, fuera del tiempo y de la responsabilidad social. Hablar de “fecundidad espiritual” de la homosexualidad significa atribuir indebidamente el aspecto positivo, que conlleva siempre una amistad verdadera y que pueden vivir también las personas homosexuales, a las prácticas psicológicamente por una esterilidad frustrante. En efecto, algunos psicólogos con gran experiencia clínica afirman que entre los homosexuales varones es frecuente la situación por la que no pueden seguir teniendo relaciones sexuales entre ellos cuando se profundiza una auténtica amistad personal (J. Keefe).
*La segunda parte de este artículo se publicará en este espacio el viernes 8 de julio.