En su origen, el reciente cambio de palabras en los planes de estudio de Historia para los colegios chilenos, de “dictadura” a “régimen militar” para referirse al violento gobierno del general Augusto Pinochet, fue en parte una provocación, en parte una equivocación. En su efecto, reflejó que mientras Chile es un atleta económico, sigue siendo un lisiado en términos políticos. Lo mismo sucede con su gobierno.
Quien quiera que haya sido en el Ministerio de Educación que tuvo la brillante idea de limpiar el lenguaje para describir uno de los gobiernos más asesinos de una era con intensa competencia en la violencia política, no vino visado de los escalones más altos del gobierno. El desafortunado ministro de Educación, el tecnócrata Harald Beyer, lleva sólo una semana en el cargo. Y Sebastián Piñera, el empresario-convertido-en-presidente, es un liberal económico sin entusiasmo por la ideología. Por eso es que su elección dos años atrás trajo una oportunidad para enmendar la división que aún separa a Chile después de casi 25 años de democracia, y por qué su fracaso en hacerlo es tan decepcionante.
La polarización entre izquierda y derecha ha persistido a través de comisiones de verdad y un alto y firme crecimiento económico; de hecho, se ha vuelto más aguda bajo Piñera. Las protestas de estudiantes se repiten anualmente en Chile, pero el año pasado fue mayor en tamaño y más dura en tono que cualquier cosa vista en mucho tiempo. La causa inmediata es la legítima frustración con el sistema de educación privado que cuesta mucho y rinde muy poco en calidad. Pero tener a un gobierno derechista en el poder también avivó el apetito de los manifestantes por la confrontación, aunque la respuesta insensible del gobierno a las demandas respaldadas por una amplia mayoría ha fortalecido a los frentes aún más. En ese ambiente, un cambio de palabras que sólo puede ser visto como un intento de rehabilitar a Pinochet le echa combustible al fuego. También expone a Piñera, que ha dejado que su falta de ideología se convierta en un punto ciego político en lugar de convertirlo en un recurso político. Más aún, incluso en el terreno sólo administrativo, el presidente parece cada vez menos en control de su gobierno.
Piñera fue siempre rehén de la UDI, el partido conservador irreconciliable que es el mayor en su coalición y gana más influencia a medida que la aprobación del presidente cae. Pero el mayor obstáculo para la renovación política en Chile son las instituciones heredadas de la dictadura, que congelan los esfuerzos de reforma en puntos muertos. A Piñera le quedan dos años de mandato no renovable: debiera dedicarse a la reforma electoral. Su país necesita un hombre de estado, no un administrador secundón.