Cuando el enemigo (Piñera) no es suficientemente “peligroso”
Hasta ahora, sectores del centro y la izquierda consideran que unirse contra el expresidente es menos importante que sus respectivos procesos partidarios.
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A menos de un mes de la presidencial con menos cafeína desde la llegada de la democracia –compitiendo con la de 1993, cuando el triunfo de Eduardo Frei Ruiz-Tagle resultaba evidente–, uno de los pocos nudos que resultan atractivos de observar son las tensiones de los partidos del centro y la izquierda con miras a una segunda vuelta. Ninguna de las seis candidaturas que no son de derecha parece concentrada en movilizar a su electorado, que debería ser la primera preocupación de estos sectores. Si la abstención se desboca a causa del derrotismo –como sucedió con la derecha en el balotaje de 2013, que no salió de su casa para votar a Evelyn Matthei–, no es imposible que Sebastián Piñera gane incluso en primera vuelta.
Pero el enemigo no parece serlo tanto. En otras palabras: Piñera no es Augusto Pinochet, el personaje que en los años 80 hizo que tanto la Democracia Cristiana como el Partido Socialista acordaran una tregua, silenciar la discusión sobre sus respectivos papeles en la Unidad Popular y en el Golpe y decidieran, en conjunto, formar una alianza histórica para derrotar al régimen.
El comando de Alejandro Guillier, en su minuta, señalaba que Piñera era “un riesgo”. La propia presidenta Michelle Bachelet se ha mostrado “convencida” de que no da lo mismo quien gobierne, lo que no solo es obvio sino que, para algunos de quienes fueron sus partidarios, un gesto tardío para contribuir a una sucesión del mismo signo. Los supuestos peligros que a ojos de sus opositores conllevaría un triunfo de Piñera, sin embargo, no resultan suficientemente amenazadores como para que el centro y la izquierda repitan los acuerdos de hace tres décadas y las fuerzas progresistas se unan en torno a un enemigo común para una eventual segunda vuelta.
Lo decía Genaro Arriagada, de la DC, en este mismo diario: “No he votado nunca por la derecha, no voy a votar por la derecha, pero Piñera no es una amenaza fascista. Frente a una amenaza fascista estaría por la unidad, pero si no la es, sino que es un gobierno de derecha conservadora, lo lógico es no votar por la derecha, pero tampoco aceptar la presión de la unidad a todo precio”.
Lo decía antes el diputado Boric: “No vamos a entrar en la lógica vacía de todos contra la derecha porque sí”.
Al menos un sector mayoritario de la DC y del Frente Amplio no le teme realmente a un gobierno de derecha piñerista, al menos hasta ahora. Piñera no es un progresista y llega arropado por la derecha –y con ese enfoque gobernaría cuatro años–, pero el supuesto miedo del centro y la izquierda a su triunfo pesa bastante menos que la convicción política de llevar adelante sus respectivos procesos internos. Parece claro, con la experiencia de la Nueva Mayoría, que las coaliciones a las que solo las une el poder terminan en un fracaso.
Improbable giro brusco a la derecha
La derechización de Piñera parece ser una estrategia de campaña que le ha resultado, sin duda, exitosa. Con la aparición de José Antonio Kast en el extremo derecho, el expresidente necesitaba sujetar unido a su mundo y lograr que el otro candidato se polarice, lo que ha sucedido. En otras palabras, amarrar a su voto duro. Parece conciente de que parte del centro –ese mundo que bien interpreta David Gallagher, que estuvo con Lagos en 2000 y que ahora apoya a Piñera–, de igual forma lo va a respaldar pese a los titulares poco liberales.
Piñera ha dicho que en un eventual gobierno incorporará cambios a la ley de despenalización del aborto en tres causales. Sobre el proyecto de matrimonio igualitario, el candidato de Chile Vamos ha reiterado esta distinción semántica que lo deja del lado conservador, aunque haya sido en su mandato en que se avanzó en el Acuerdo de Unión Civil: que el matrimonio como institución es entre un hombre y una mujer.
Pero ni en uno ni otro caso parece posible que como eventual presidente tenga la manija para forzar estos cambios, aunque los buscara. La despenalización de las interrupciones del embarazo en tres supuestos es un tema sellado hasta por el Tribunal Constitucional, donde su ex jefa de asesores, María Luisa Brahm, emitió un voto decisivo. Las leyes se corrigen solo con otras leyes y, como bien señaló la presidenta Bachelet hace un par de semanas, no parece probable que la derecha tenga mayoría en el Parlamento.
En asuntos como la educación, es evidente que existe un choque entre dos miradas. La del actual gobierno, que defiende el principio de la educación superior gratuita como un derecho social básico y pretendía llegar a la universalidad, y la de la derecha. Pero el beneficio –como lo ha dicho Piñera– no se le debería arrebatar a los estudiantes que ya lo tienen, que al finalizar este periodo sería del 60%.
En temas tributarios, el expresidente ha señalado que en su eventual gobierno rebajará de 27% a 25% los impuestos a las firmas y prometió integrar en un 100% los tributos a las empresas con los de las personas en el régimen de integración parcial. Para el ministro de Hacienda, Nicolás Eyzaguirre, reducir la carga impositiva para los mayores ingresos del país “es lo mismo que ha presentado Trump en Estados Unidos”.
Al margen de las comparaciones del fervor de la campaña, sin embargo, todo apuntaría a que Piñera en una eventual segunda administración volvería a tener el sello de su primer gobierno cuando, al menos en lo discursivo, buscaba asemejarse a los gobiernos de la Concertación. La gente que lo acompaña en este segundo intento –como su cercano colaborador, el jefe programático Gonzalo Blumel– no hace precisamente presagiar que en un nuevo mandato vaya a girar de manera brusca hacia la derecha y el mundo conservador.
Prolongar la agonía
Piñera, dicen, está menos mesiánico que en su primera administración.
Por otra parte, si parte de sus desafíos para los próximos años fuera contribuir a la formación de una centroderecha amplia, de mayor universalidad, parece improbable que abandone la moderación en una eventual segunda Administración. Aunque algunas de sus declaraciones llamen ciertamente a la confusión, el expresidente parece políticamente menos interesado en los que tiene a la derecha que en la conquista del centro.
Es un momento particularmente exquisito para renovar el tablero, en que la DC está viviendo una de las mayores crisis de su historia. Que parte de su fuerza parlamentaria haya anticipado el apoyo a Alejandro Guillier en segunda vuelta hace predecible que el sector antiguillierista no aceptaría órdenes de partido en un eventual balotaje. Aunque resulte exagerado, porque se ha predicho tantas veces, sería el inicio del quiebre de la DC.
En este contexto, por lo tanto, Piñera tiene menos razones para hacer un gobierno a lo Trump
–usando la comparación del ministro de Hacienda en materia tributaria–, sobre todo si su programa lo está construyendo sobre la base de un periodo de ocho años, pensando que la derecha gobernaría al menos por dos períodos. Para lograrlo, debería intentar, al menos, convocar a las mayorías.
El enemigo –en este caso Piñera– no parece ser lo suficientemente “peligroso” para reunir las voluntades del centro y la izquierda chilena para evitar un triunfo.
El Frente Amplio estaría dividido sobre su camino y responsabilidad histórica posterior al 19 de noviembre. Determinados dirigentes –como el ex senador Carlos Ominami– se esfuerzan a contrarreloj para encontrar determinadas fórmulas y que las llamadas fuerzas progresistas alcancen acuerdos programáticos que comprometan apoyos mutuos en un balotaje. En un contexto en que existe cierto consenso en que en una segunda vuelta la elección se resolvería por un margen estrecho, una alianza anti Piñera firme podría entregar alguna opción a Guillier o Beatriz Sánchez, suponiendo que los líderes de los partidos son dueños de los votos y de la decisión de acudir o no a votar.
Pero nada de eso se vislumbra fácil.
De surgir, el Frente Amplio necesita de la descomposición de la Nueva Mayoría y extralimitar las contradicciones.
De querer subsistir, los partidos de la Nueva Mayoría –o lo que queda de ella– necesita hacer una autocrítica profunda y una reformulación importante (la que no hizo en 2009 con la esperanza puesta en el retorno de Bachelet al poder).
De unirse contra Piñera –DC con comunistas y guillieristas con frenteamplistas– solo sería un estéril ejercicio para prolongar la agonía.