En diciembre de 2020, estaba en el aeropuerto de Santiago, subiéndome por primera vez en la pandemia a un avión rumbo a Concordia, Argentina, donde crecí. Iba a visitar a mi familia después del encierro, pero las nuevas alzas de contagios y cierres de fronteras hicieron que mi visita que iba a ser de 20 días se transformara en una estadía de 6 meses.
Me tuve que instalar y trabajar desde allá. Cambié de rol dentro de la oficina, contraté gente nueva, ayudamos a equipos a trabajar mejor y cerramos nuevos negocios. Todo de una manera diferente. Y en paralelo, compartí con mi familia, con mi ciudad, con mis amigos, y acompañé a personas en momentos importantes.
¿Quién se hubiese imaginado una situación como esta antes? Los cambios que si bien ya se venían viendo en la forma de trabajar producto de avances tecnológicos, se aceleraron y nos atravesaron a todos. Y todo funcionó bastante bien. Lograron sacarnos de nuestros moldes, desafiar nuestros límites y hacernos reflexionar.
Y uno de los más grandes aprendizajes es que las nuevas formas de trabajo requieren liderazgos diferentes, flexibles, empáticos, cercanos, conectados con la gente, líderes que entreguen confianza, sepan confiar en sus equipos y, especialmente, puedan adaptarse a las nuevas necesidades del entorno.
Sin embargo, el teletrabajo está en cuenta regresiva. Esta modalidad, que se instaló con la crisis sanitaria, tiene fecha de vencimiento, ya que el decreto de alerta sanitaria del Ministerio de Salud que consagra el teletrabajo como un derecho quedará sin vigencia el próximo 31 de agosto. ¿Qué pasará a partir de ese momento?
Es hora de que nuestros líderes piensen que presencialidad no es sinónimo de productividad y que las personas deben ponerse en el centro a la hora de considerar nuevos cambios para el trabajo.