Confianza o egoísmo
- T+
- T-
Pablo Correa
Se puede argumentar, lamentablemente sin temor a exagerar, que Chile sufre hoy un problema de confianza. No es algo único de nuestro país, pero mal de muchos, consuelo de tontos. Hay desconfianza en cómo se manejan los negocios privados o las transacciones bursátiles, pero también en cómo fluye la información pública, las decisiones políticas, etc. Este es un problema mucho mayor a por ejemplo, la desaceleración de la actividad económica, pues de no ser atacado, puede llevar a erosionar las instituciones que han hecho de Chile un ejemplo de organización civil y pública.
Existe una concordancia entre las instituciones del ámbito moral y la estructura económica de una sociedad. Esta no es una relación teórica y por lo mismo es necesario estar siempre preguntándose cuáles son los principios que nos deberían regir para lograr que nuestra sociedad sea más segura, desde todo punto de vista (también el económico).
Desde lo político, el punto de llegada es un sistema de democracia liberal. Desde lo económico, un sistema de mercado. Pero ambos son consecuencia de la existencia previa de un capital social basado en un conjunto de virtudes sociales, que llamamos confianza. Más allá del sistema político, la estructura económica está significativamente definida por factores culturales e históricos, que determinan ciertos vínculos morales y el nivel de confianza social. Éste es el lazo tácito entre ciudadanos que facilita las transacciones, fomenta la creatividad individual y justifica la acción colectiva. Por lo mismo, el capital social que representa la confianza es tanto o más importante que el capital físico.
Esta realidad moral –la existencia de confianza- tiene un efecto económico. En otras palabras, la mayor eficiencia económica sólo se puede lograr cuando un grupo de individuos son capaces de trabajar juntos de manera eficaz (división del trabajo). Pero un prerrequisito para lo anterior es que esos mismos individuos formen parte de una comunidad moral preexistente, que comparta la virtud de la confianza social. De ella nacen la fiabilidad, honradez, sentido del deber con los demás, lealtad, capacidad de cooperación y solidaridad. Estos valores logran que el grupo actúe con "eficiencia" y los "costos de transacción" se reducen no por estar coaccionado por leyes, reglamentos o penas, sino simplemente porque el interés colectivo se antepone al individual.
Esta es la condición sine qua non de una economía de mercado, y no como tiende a malinterpretarse el racionalismo clásico, el comportamiento egoísta que procura el máximo de utilidad.
Sólo la confianza logra que las personas subordinen sus intereses individuales a los del grupo. Permite la formación de grupos intermedios, la creación de un tejido nutrido de sociedad civil y logra que salgamos del núcleo social primario.
Sólo cuando una sociedad logra que sus participantes tengan una visión más grande que sus propias verdades individuales y se den cuenta que son parte de algo mucho mayor, podrá también despertar y hacer consciente a todos quienes la componen de su naturaleza moral. Ahí, las perspectivas cambian y la voluntad reemplaza el lugar que antes tenían los egoísmos, sea la codicia o cualquier otra forma de ellos.
Siendo un bien tan preciado y necesario, los riesgos de descomposición de esta virtud social son enormes. Ya sea por un Estado demasiado fuerte que reemplace a esos organismos intermedios, o que haga lo posible por destruir la competencia por el poder político. O bien porque en los mismos núcleos primarios – es decir las familias- no exista esa virtud social. Cualquiera sea el caso, el resultado es el mismo: individuos aislados y egoístas.
Evitemos por lo mismo perder la confianza. Hay dos caminos, y probablemente ambos necesarios. El primero es condenar los egoísmos ya sean públicos o privados. La codicia, el dinero como único y último fin. El segundo y probablemente más útil y duradero es una reforma educacional, y volver a enseñar ética con el mismo énfasis que la aritmética o lenguaje.