El rey, el Presidente y Fuenteovejuna
JUAN IGNACIO BRITO Profesor Facultad de Comunicación e investigador del Centro Signos de la U. Andes
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Juan ignacio Brito
De visita en Valencia a raíz del temporal que dejó 215 muertos en esa zona, Felipe VI y Pedro Sánchez se vieron expuestos a la furia de unos vecinos que se sienten desamparados. La respuesta de cada cual frente a la indignación popular, sin embargo, fue muy distinta: mientras el monarca puso el pecho al barro y los insultos y dialogó con los iracundos manifestantes, el Presidente optó por una rápida retirada que enervó más a sus detractores, los cuales despidieron la huida a patadas contra el vehículo que lo transportaba.
El contraste fue muy claro. Y sorprendente, porque, a primera vista, los incentivos en esta inusual situación estaban puestos para que los protagonistas actuaran al revés de como lo hicieron. El monarca, cuya legitimidad viene de la cuna, podría haber salido de escena sin sufrir más daño que el orgullo herido; el político democrático, por su parte, requiere del apoyo popular, por lo que estaba llamado a permanecer en el lugar y responder a los votantes.
“Mientras el rey supo responder al desafío, Sánchez quedó en deuda. No es extraño si se considera que éste ha sido un gobernante ‘pragmático’, capaz de romper promesas de calado, amparar la corrupción y anteponer sus intereses a los del Estado”.
Hicieron justo lo contrario. La notoria diferencia produjo consecuencias diversas para cada cual. Es lógico que el comportamiento del rey haya elevado su figura, pues eso es lo que ocurre cuando se despliegan virtudes; por el contrario, la de Sánchez se ha visto rebajada, pues su fuga evidenció vicios ampliamente repudiados, como la cobardía y la irresponsabilidad, que disminuyen a la persona y condenan al líder.
El despliegue virtuoso de liderazgo que hizo el monarca trasluce convicciones interiores fuertes, pues, aunque obviamente improvisó ante una situación inesperada, no se actúa de la manera en que lo hizo sin el respaldo íntimo de ideas profundas y meditadas acerca de cuál es su rol y la necesidad de cumplirlo. Ocurre al revés con Sánchez, cuya conducta frívola y ensimismada expuso un liderazgo vacuo, sin otro norte que la conveniencia personal.
Mientras el rey supo responder al desafío, Sánchez quedó en deuda. No es extraño, si se considera que éste ha sido un gobernante “pragmático”, capaz de romper promesas de calado (dijo que jamás pactaría con los autonomistas catalanes y vascos e hizo lo contrario), amparar la corrupción (caso Koldo) y anteponer sus intereses a los del Estado (como quedó en evidencia con la “pausa reflexiva” que se tomó para distraer la atención de las acusaciones contra su esposa).
Quizás allí radique la distinción más elocuente entre Felipe VI y el Presidente español. El primero ha ratificado con hechos que entiende que su cargo no solo supone privilegios, sino que el soberano existe para servir y unir a sus súbditos, y que el poder que detenta no es un fin en sí mismo, sino una herramienta que, para ser eficaz y válida, necesita ser puesta al servicio de la comunidad, incluso si ello arriesga el prestigio o la persona real. La memorable imagen de los reyes de España embarrados por la furia de los ciudadanos, pero cumpliendo su deber, responde a las mejores tradiciones hispánicas. Recuerda a Fuenteovejuna, donde una acción injusta del comendador provoca la rebelión indignada del pueblo, que solo es apaciguada por los reyes, quienes imponen la justicia y devuelven la paz a la comunidad. O a los sabios y prudentes consejos que entrega Don Quijote a Sancho Panza para gobernar la ínsula Barataria. O a las Instrucciones entregadas en 1543 por Carlos V a su hijo Felipe II para hacer un buen gobierno. Mientras Felipe VI sigue la senda trazada por los grandes que lo antecedieron, Pedro Sánchez confirma que la era democrática actual está huérfana de líderes de nivel.