El abismo al que no caímos
José Miguel Aldunate Huidobro Director de Estudios del Observatorio Judicial
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José Miguel Aldunate Huidobro
La sabiduría popular dice que cuesta valorar lo que se tiene, hasta que se pierde. El pasado 4 de septiembre no perdimos la independencia del Poder Judicial, pero estuvimos bastante cerca. Y ahora que, corrido el calendario, todas las amenazas de la vieja nueva Constitución parecen un mal sueño, volvemos a caer en el letargo de creer que todo está asegurado y damos por sentado que conservaremos intacta nuestra institucionalidad
Por eso, hizo bien el presidente de la Corte Suprema, Juan Eduardo Fuentes, cuando, en la inauguración del año judicial, señaló que “cualquier cambio en la ley fundamental de nuestra República debe resguardar el respeto de los principios […] de imparcialidad, autonomía, independencia, inamovilidad, legalidad, igualdad ante la ley, exclusividad, inexcusabilidad y cosa juzgada [que] constituyen pilares fundamentales de todo Estado de Derecho y Democrático”.
“Ahora que, corrido el calendario, todas las amenazas de la vieja nueva Constitución parecen un mal sueño, volvemos a caer en el letargo de creer que todo está asegurado y damos por sentado que conservaremos intacta nuestra institucionalidad”.
Parecen formas jurídicas vacías -leguleyadas, incluso-, muy lejanas de las pasiones que mueven la política contemporánea. Sin embargo, basta recordar la polémica carta firmada hace un par de semanas por el presidente argentino, Alberto Fernández, criticando a nuestro Poder Judicial, a propósito de un juicio contra Marco Enríquez Ominami, para comprender la hondura del abismo al que no caímos.
En efecto, si el presidente de Argentina se da el permiso para criticar un juicio contra un amigo suyo en un país vecino, es porque él no tiene ningún empacho en criticar al Poder Judicial de su propio país. Pero esto no es una particularidad del presidente Fernández. La expresidenta y actual vicepresidenta ha sostenido una verdadera guerra contra la Corte Suprema trasandina por el control sobre los miembros del Consejo de la Magistratura y, sobre todo, por los juicios por corrupción que se siguen en su contra. Por eso el editorial de ayer en este diario lo incluía entre los presidentes democráticos poco preocupados de la democracia.
Es posible que el presidente de Argentina se haya llevado una sorpresa al constatar que sus opiniones sobre un juicio de un país extranjero generasen tal nivel de rechazo, incluyendo una respuesta del ministro de Justicia, de la canciller y del propio presidente Boric. Ocurre que los chilenos —menos mal— tenemos la piel más delgada que los argentinos en lo que respecta a la independencia e imparcialidad de nuestros jueces.
De este modo, los principios a que apela el presidente de la Corte Suprema en un lenguaje técnico y abstracto, son en realidad convicciones morales muy sentidas por la población, aunque las personas de a pie no puedan formularlas en los mismos términos.
Por ejemplo, si la propuesta del borrador constitucional de establecer justicias separadas para chilenos indígenas y no indígenas generó tal nivel de indignación en la ciudadanía, ello se debe a que la igualdad ante la ley —tan criticada desde la izquierda radical por abstracta y formal— en realidad es una intuición ética más cara al corazón de los chilenos de lo que sospecharon los convencionales.
Los actores del nuevo proceso constitucional no pueden ignorar estos principios y deben, más bien, trabajar para fortalecerlos. Para ello se requiere de una cuota importante de respeto a nuestra tradición constitucional y, sobre todo, de la negativa a importar normas e instituciones que generan malas prácticas en los países del vecindario.