Lo que importa en los rankings
Ralf Boscheck Decano Escuela de Negocios Universidad Adolfo Ibañez
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Ralf Boscheck
En el Ranking Anual de Competitividad Mundial de IMD, Chile bajó siete lugares para ubicarse # 42 de 63 países; la mayor caída entre los evaluados y una pérdida de 23 posiciones desde su mejor desempeño en 2005. Caímos en cuatro subcategorías: eficiencia del gobierno, infraestructura, desempeño económico y eficiencia comercial. La última refleja la mayor pérdida. Esto debería hacernos pensar sobre las causas, la magnitud de la caída repentina y qué hacer; pero también reflexionar sobre estos rankings en general.
Competitividad es una noción difusa, disputada y de poco valor analítico, pronóstico o terapéutico. Los rankings a menudo no logran definir la meta, miden variables redundantes o interdependientes, o confían en datos cualitativos discutibles. Las clasificaciones son agnósticas sobre la etapa de desarrollo económico de un país y los conflictos entre objetivos económicos. Ofrecen medidas sin teoría; datos sin perspicacia. Para el consumidor de medios tienen un estado objetivo, casi divino, que nunca alcanzarían si los datos se revisaran de manera sensata. Aun así, los rankings pueden proporcionar datos duros útiles. Aquí hay tres ejemplos.
En 2019, Chile ocupa los puestos 55 y 54 en términos de concentración de exportaciones por producto y socio, respectivamente. A lo largo de los años, la contribución de la minería al PIB, exportación e ingresos del Estado ha aumentado y, con poca diversificación y valor agregado, también ha elevado el riesgo de caer en la trampa de los commodities. Segundo, el país ocupa los puestos 52, 57, 60, 61 y 62 en motivación de los trabajadores, empresas interesadas en atraer y retener talentos, productividad laboral, habilidades lingüísticas y capacitación de empleados, respectivamente. Mientras, los competidores internacionales muestran cómo mejorar las habilidades técnicas reduce las trampas vocacionales y el desempleo juvenil. Finalmente, Chile ocupa los puestos 51, 52 y 54 en términos de igualdad de género, relación entre el salario de un CEO y el pago de su asistente, y desigualdad de ingresos. Y eso, aunque el 67% de los chilenos están muy molestos si algunos tienen más acceso a mejores oportunidades que otros.
En pocas palabras, uno se enfrenta a una economía de baja productividad y poca capacidad o voluntad aparente para actualizar su modelo económico, hacer un mejor uso de su fuerza laboral y aumentar los ingresos para hacer crecer una clase media, menos endeudada, que podría alimentar la demanda interna e impulsar al país a salir de su trampa de ingresos medios. Nada nuevo, ¿pero alguien está actuando?
Todos hablan sobre la reforma tributaria, la disciplina fiscal, la desregulación, la inversión e innovación, entre otras. También lo hizo el ministro Felipe Larraín en su carta a The Economist en octubre de 2018, cuestionando la conclusión de la revista de que “el sueño de Chile de convertirse en una economía completamente desarrollada parece difícil de lograr”. Pero ya en 2005 el Banco Mundial sugirió que necesitamos reemplazar las presuntas políticas universales del “Consenso de Washington” con medidas propias para cada país. Encontrar maneras específicas e integradas para poner la casa en orden es vital para enfrentar una posible crisis económica tras la presente expansión económica insostenible en EEUU, las exposiciones crediticias en China y los conflictos comerciales.
Chile, un modelo a seguir para muchas economías de mercados emergentes, necesita redefinirse a sí mismo, rápidamente. Sería deseable que ese modelo fuera valioso, inclusivo, sostenible y competitivo. Y si es únicamente chileno, puede que nunca nos importe nuestro ranking.