Justicia en Venezuela: la anomia total
Gonzalo Himiob Santomé Abogado, director vicepresidente del Foro Penal @HimiobSantome
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Gonzalo Himiob Santomé
Tribunales sumisos al Poder Ejecutivo; jueces designados no sobre la base de sus credenciales, sino de su lealtad al poder, siempre temerosos de cualquier “paso en falso” que pueda concluir en su destitución o en algo peor; corrupción, selectividad, retardo procesal y desconocimiento de las más elementales normas y estándares internacionales. Todo esto caracteriza, al día de hoy, al Poder Judicial venezolano.
En los últimos cinco años, Venezuela se ha mantenido en los puestos finales del Índice de Estado de Derecho del World Justice Project. Y han sido al menos 105 los países evaluados en cada oportunidad.
Desde que Hugo Chávez tomó las riendas del poder en 1999, el ataque al Estado de Derecho alcanzó proporciones difíciles de asimilar por quienes no las han vivido. Antes de él, cierto es que la justicia venezolana estaba en crisis, y que las mafias judiciales la controlaban en buena medida. Pero incluso así, a los jueces en general se les valoraba más por su capacidad y sus estudios que por su pertenencia a algún partido político. Hasta quienes se prestaban a defender, por encima de la ley, los intereses de unos pocos, y los que incurrían en corrupción, tenían ciertos límites. Sin querer dar por bueno un pasado que en parte también es responsable de esta crisis, hay que decir que, salvo en casos excepcionales, antes había líneas que no se cruzaban. Ahora no es así. Hoy, sobre todo cuando se trata de usar al sistema de justicia como un arma de la intolerancia oficial, todo vale.
El caos comenzó en 2002, cuando una decisión del Tribunal Supremo de Justicia venezolano (TSJ), que estaba compuesto por un buen número de magistrados que no eran cercanos al gobierno, declaró que el 11 de abril de ese año no había existido un golpe de Estado, sino un “vacío de poder”. Chávez calificó tal decisión como una “plasta” y convocó a sus seguidores a protestar contra el TSJ. Llamó “conspiradores” a los magistrados que le habían sido adversos y articuló de inmediato lo necesario a su destitución, la cual logró. Después puso la mira sobre los demás Tribunales, y lo que comenzó siendo una iniciativa positiva, la “Comisión para la Reforma Judicial”, terminó degenerando en una suerte de inquisición que destituyó a más de 300 jueces de carrera, que fueron rápidamente sustituidos por otros, especialmente en las competencias penales, cuyo mayor, y a veces único mérito, era el de ser leales a la revolución.
Como no pudo remover a todos los magistrados que no controlaba, el gobierno, apoyándose entonces en la Asamblea Nacional de mayoría oficialista, en 2004 modificó la Ley Orgánica del TSJ, aumentando el número de magistrados, con lo cual los pocos que aún gozaban de independencia fueron neutralizados por la nueva mayoría chavista. Hoy ya no queda ningún magistrado que no sea sumiso al Poder Ejecutivo.
Venezuela tiene hoy un sistema de justicia en el que, desde los miembros de los cuerpos de seguridad, pasando por los fiscales y defensores públicos, hasta los jueces, no son elegidos ni se mantienen en sus funciones sobre la base de sus capacidades, sino sobre su apoyo absoluto a la “revolución”. Los jueces ya no se ocupan, en general, de hacer valer las leyes o de combatir la inseguridad (el índice de impunidad en materia de homicidios, por ejemplo, supera el 98%), sino de cumplir las órdenes que les imparten “desde arriba”. Por ello, la desconfianza hacia el sistema de justicia y la anomia son la regla.
De la mano de un poder que no sirve a más propósito que el de mantenerse a costa de lo que sea, la línea entre lo permitido y lo prohibido se ha desdibujado dramáticamente, con todas las graves consecuencias que ello acarrea.