¿Daño irreversible a la institucionalidad fiscal?
Mauricio Villena Decano Facultad de Economía y Empresa, Universidad Diego Portales
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Mauricio Villena
Cuando la discusión de la Ley de Presupuestos del Sector Público para 2022 se aproxima, existe unanimidad entre expertos en que el Gobierno debería presentar un ajuste fiscal importante respecto al gasto de este año, eliminando gran parte de los apoyos transitorios por la pandemia. Surge la pregunta: ¿cuál debería ser la magnitud del ajuste para empezar una trayectoria de convergencia hacia niveles de gasto y déficit fiscales consistentes con la regla de balance estructural?
En su Informe de Finanzas Públicas (IFP) para el segundo trimestre, la Dipres estima gastos por US $ 101.055 millones, equivalentes a 30,5% del PIB. Dada la posterior extensión del IFE Universal, el IFE laboral y el fortalecimiento del FOSIS –con costo cercano a US $ 7.000 millones, de los que unos US $ 4.000 millones supondrían gasto adicional–, el gasto fiscal proyectado sube a cerca de US $ 105.055 millones, o 32% del PIB. Por otra parte, el IFP estima gastos comprometidos para 2022 por US $ 78.200 millones. Considerando que, según la Dipres, el gasto compatible con la meta de balance estructural para 2022 se estima en US $ 81.129 millones, el ajuste fiscal para el Presupuesto 2020 debería ser cercano a US $ 24.000 millones, es decir ochopuntos del PIB, una cifra inédita desde el retorno a la democracia.
Sin embargo, dado el ciclo político y electoral, es muy probable que existan presiones de gasto en el Congreso que nos alejen de los equilibrios macro, donde un mayor crecimiento financiero aumentos del gasto, sin necesidad de mayor endeudamiento. En el contexto político y social actual, la regla constitucional que señala que si el Congreso no aprueba el Presupuesto al 30 de noviembre automáticamente el proyecto original del, no necesariamente tiene el impacto de antes; así, hay riesgo de que se apruebe un Presupuesto con indicaciones inconstitucionales que suban el gasto propuesto por el Ejecutivo. Esta pondrá a prueba la institucionalidad fiscal que nos ha regido por décadas.
Esto es grave. Es esta institucionalidad la que nos permitió superar la crisis financiera de 2008-2009 y también esta pandemia. La presión por aumentar el gasto sin importar el crecimiento de la deuda bruta (estimada en 34,1% del PIB para este año) o que los fondos soberanos estén por agotarse (valor de mercado del FEES a fines de agosto cercano a US$ 2.950 millones) pone en riesgo la política fiscal responsable y sostenible que caracterizaba a Chile.
En el corto plazo, como destaca el reciente IPoM, si la política fiscal no inicia una trayectoria de convergencia decidida hacia cifras de gasto y déficit acordes con la regla de balance estructural, la política monetaria será afectada tanto por los impactos sobre el gasto privado como por sus implicancias en el mercado financiero, las tasas de interés de largo plazo y el tipo de cambio.
La solvencia fiscal solía distinguirnos en el continente y el resto del mundo en vías en desarrollo, facilitando la inversión hacia nuestro país y garantizando nuestra estabilidad macroeconómica. Indudablemente, no contar con esto a futuro nos va a pasar la cuenta de mala manera.