La transición chilena a la democracia está incompleta y requiere una reforma electoral
Editorial de Financial Times plantea que las protestas estudiantiles desnudan una crisis de legitimidad.
Por: | Publicado: Viernes 26 de agosto de 2011 a las 05:00 hrs.
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Las manifestaciones estudiantiles que afligen a Chile, aparejadas con una huelga general de dos días, no son meros disturbios juveniles. En este país, visto como un modelo, desnudan una profunda crisis de legitimidad.
La educación hace tiempo es una mancha en la historia de éxito económico de Chile. El crecimiento casi ininterrumpido desde el final de la dictadura de Pinochet ha elevado casi todos los botes, pero apenas ha disminuido una desigualdad intolerablemente severa. Se prometió que a través de la educación los jóvenes pobres tendrían las oportunidades negadas a sus padres. Es una promesa que el sistema educacional chileno está lejos de cumplir. No porque dependa de instituciones privadas, sino porque el Estado gasta menos en educación superior que cualquier otro país de la OCDE. Como resultado, demasiados estudiantes terminan sobreendeudados y la mala supervisión permite que establecimientos públicos y privados por igual entreguen capacitación sub-par que trae pocas recompensas en el mercado laboral.
Hasta aquí no hay discusión. El gobierno del presidente Piñera ha cedido a la mayoría de las demandas de educación mejor financiada y de mejor calidad. Pero el fracaso en calmar las protestas antes de que llegaran a este punto muestra la incompetencia política de Piñera.
No es el único responsable. Toda la clase política ha fracasado en hacer su tarea. El escandaloso llamado de los manifestantes a un plebiscito sobre políticas de educación -apoyado por legisladores de oposición irresponsables- revela una crisis de representación política. El país sigue gobernado por elites, de izquierda y derecha, y muchos dudan de su capacidad de canalizar las prioridades populares. Y con razón. La política chilena está encerrada, institucionalmente por normas electorales que cementan un enfrentamiento entre dos bloques, psicológicamente por odios derivados del golpe de 1973. Diseñado para salvaguardar el programa económico y social de Pinochet, esta fosilización ha vaciado de representatividad las instituciones del Estado.
Esta crisis no terminará cuando los estudiantes vuelvan a clases. Resolverla requerirá una reforma electoral, tal vez incluso un proceso constituyente más amplio. Los problemas de Chile muestran que su transición está incompleta: el crecimiento económico constante no es suficiente para terminar las divisiones sociales.
La educación hace tiempo es una mancha en la historia de éxito económico de Chile. El crecimiento casi ininterrumpido desde el final de la dictadura de Pinochet ha elevado casi todos los botes, pero apenas ha disminuido una desigualdad intolerablemente severa. Se prometió que a través de la educación los jóvenes pobres tendrían las oportunidades negadas a sus padres. Es una promesa que el sistema educacional chileno está lejos de cumplir. No porque dependa de instituciones privadas, sino porque el Estado gasta menos en educación superior que cualquier otro país de la OCDE. Como resultado, demasiados estudiantes terminan sobreendeudados y la mala supervisión permite que establecimientos públicos y privados por igual entreguen capacitación sub-par que trae pocas recompensas en el mercado laboral.
Hasta aquí no hay discusión. El gobierno del presidente Piñera ha cedido a la mayoría de las demandas de educación mejor financiada y de mejor calidad. Pero el fracaso en calmar las protestas antes de que llegaran a este punto muestra la incompetencia política de Piñera.
No es el único responsable. Toda la clase política ha fracasado en hacer su tarea. El escandaloso llamado de los manifestantes a un plebiscito sobre políticas de educación -apoyado por legisladores de oposición irresponsables- revela una crisis de representación política. El país sigue gobernado por elites, de izquierda y derecha, y muchos dudan de su capacidad de canalizar las prioridades populares. Y con razón. La política chilena está encerrada, institucionalmente por normas electorales que cementan un enfrentamiento entre dos bloques, psicológicamente por odios derivados del golpe de 1973. Diseñado para salvaguardar el programa económico y social de Pinochet, esta fosilización ha vaciado de representatividad las instituciones del Estado.
Esta crisis no terminará cuando los estudiantes vuelvan a clases. Resolverla requerirá una reforma electoral, tal vez incluso un proceso constituyente más amplio. Los problemas de Chile muestran que su transición está incompleta: el crecimiento económico constante no es suficiente para terminar las divisiones sociales.