Cosmética
Por Padre Raúl Hasbún
Por: | Publicado: Viernes 9 de marzo de 2012 a las 05:00 hrs.
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Conocidamente, la oración tiene efectos terapéuticos. Jesús pasó sanando a quienes le pedían la gracia de curación de su lepra, ceguera, sordera, parálisis, epilepsia. Él mismo se recuperó de su estado de depresión aguda en el huerto de Getsemaní, apelando a la oración perfecta: Abba, Padre, que se haga tu voluntad! Experiencias recientes testimonian que jóvenes universitarios sometidos a niveles críticos de ira, fatiga, tensión y depresión incrementan en grado espectacular su capacidad de dominio de tales situaciones, simplemente orando. También está documentada la diferencia de recuperación entre enfermos que sólo reciben atención médica, y aquéllos por los que adicionalmente otros se encargan de orar.
Tanto o más conocido es el efecto ético de la oración. El ladrón crucificado a la diestra de Jesús implora: “acuérdate de mí, Señor, cuando estés en tu Reino!”. Jesús responde: “hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Más que conversión, aquí el efecto fue de canonización. Esteban, el protomártir, muere pidiendo a Dios por sus verdugos, entre los que se encontraba el joven Saulo. La plegaria de Esteban fue determinante en la conversión de quien sería luego Pablo, el gran apóstol y embajador de Cristo. Las lágrimas orantes de Mónica atrajeron la conversión de su hijo Agustín.
Menos conocido es el efecto cósmico de la oración. Una plegaria de Jesús es suficiente para multiplicar el pan, calmar el viento y las aguas del mar, resucitar al amigo sepultado hacía 4 días. La oración de Elías atrae la lluvia en tiempos de sequía. Sorprende y duele que tamaña evidencia de la fe no sea tomada en cuenta a la hora de discurrir paliativos para la escasez del recurso hídrico.
Y debería conocerse y aprovecharse mejor el efecto cosmético de la oración. La experiencia de Jesús en el monte Tabor, cuando al orar se transfigura y resplandece con deslumbrante blancura nos sitúa ante la atractiva evidencia de que orar embellece. Embellece el que ora, y embellece el ambiente que rodea al que ora: “¡qué bien se está aquí, hagamos aquí tres tiendas para alojar!”, será el espontáneo reconocimiento de Pedro en el Tabor. “Contempladlo y quedaréis radiantes”, ora y recomienda el Salmista. Ya antes le había ocurrido a Moisés, que tras conversar con Dios irradiaba tanta luz que encandilaba a su alrededor. Y es que orar es elevar el alma a Dios. Y Dios es Hermoso. Y la hermosura de Dios se comunica al alma y, por redundancia, al cuerpo del orante.
En los rostros de quienes oran y adoran el Santísimo Sacramento, visitan un Santuario de María o rezan con devoción el Rosario se dibuja la serena paz, la regocijante luz de la Belleza de Dios. Y quienes visitan sus casas reconocen: “¡qué bien se está aquí!”.
Tanto o más conocido es el efecto ético de la oración. El ladrón crucificado a la diestra de Jesús implora: “acuérdate de mí, Señor, cuando estés en tu Reino!”. Jesús responde: “hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Más que conversión, aquí el efecto fue de canonización. Esteban, el protomártir, muere pidiendo a Dios por sus verdugos, entre los que se encontraba el joven Saulo. La plegaria de Esteban fue determinante en la conversión de quien sería luego Pablo, el gran apóstol y embajador de Cristo. Las lágrimas orantes de Mónica atrajeron la conversión de su hijo Agustín.
Menos conocido es el efecto cósmico de la oración. Una plegaria de Jesús es suficiente para multiplicar el pan, calmar el viento y las aguas del mar, resucitar al amigo sepultado hacía 4 días. La oración de Elías atrae la lluvia en tiempos de sequía. Sorprende y duele que tamaña evidencia de la fe no sea tomada en cuenta a la hora de discurrir paliativos para la escasez del recurso hídrico.
Y debería conocerse y aprovecharse mejor el efecto cosmético de la oración. La experiencia de Jesús en el monte Tabor, cuando al orar se transfigura y resplandece con deslumbrante blancura nos sitúa ante la atractiva evidencia de que orar embellece. Embellece el que ora, y embellece el ambiente que rodea al que ora: “¡qué bien se está aquí, hagamos aquí tres tiendas para alojar!”, será el espontáneo reconocimiento de Pedro en el Tabor. “Contempladlo y quedaréis radiantes”, ora y recomienda el Salmista. Ya antes le había ocurrido a Moisés, que tras conversar con Dios irradiaba tanta luz que encandilaba a su alrededor. Y es que orar es elevar el alma a Dios. Y Dios es Hermoso. Y la hermosura de Dios se comunica al alma y, por redundancia, al cuerpo del orante.
En los rostros de quienes oran y adoran el Santísimo Sacramento, visitan un Santuario de María o rezan con devoción el Rosario se dibuja la serena paz, la regocijante luz de la Belleza de Dios. Y quienes visitan sus casas reconocen: “¡qué bien se está aquí!”.