Parlamentarios de la Nueva Mayoría, dirigentes estudiantiles e incluso expertos en materia constitucional afines al gobierno han emitido duras críticas al fallo del Tribunal Constitucional que la semana pasada acogió el recurso presentado por parlamentarios de oposición en torno a la glosa sobre gratuidad en la educación contenida en la Ley de Presupuestos 2016. Como “resabio de la dictadura” o instrumento del alma “neoliberal” de la Constitución han sido algunos de los juicios emitidos para cuestionar lo que a todas luces es una clara manifestación de lo que el ex presidente Lagos reivindicaba como “dejar que las instituciones funcionen”.
Las andanadas en contra de la institución y los llamados un tanto delirantes a, incluso, acabar con la misma, resultan del todo reprochables y de una irresponsabilidad superlativa, máxime cuando surgen a partir de una resolución que no es del gusto propio.
Se ha querido pretender que el Tribunal Constitucional ha operado en esta materia como un enclave con sesgo ideológico y opuesto al voto de mayoría, en circunstancias que su existencia y funcionamiento va mucho más allá de esas dinámicas, en especial si se tiene a la vista que el origen histórico del TC data de 1970, en el gobierno de Frei Montalva y que fue usado en múltiples ocasiones por el ex presidente Allende.
Así como en las sociedades anónimas el sistema dispone de instancias para calificar y hasta sancionar decisiones de mayorías controladoras que van más allá de lo que permite la ley, en una sociedad democrática es de todo sentido que existan espacios que sancionen si lo que vota una mayoría circunstancial se ajusta al orden constitucional democrático.