En medio de una de las peores recesiones de su historia, la inflación en Brasil seguía escalando, a medida que la caída del real encarecía las importaciones, tal como ocurría por entonces con la mayoría de las economías emergentes.
La mezcla, poco común, de contracción y alza del IPC, mantenía amarradas las manos del banco central, que sabiamente decidió privilegiar su mandato de estabilidad de precios por sobre las consideraciones políticas, que podrían haber recomendado reducir las tasas de interés para impulsar el consumo, tal como durante años hizo el gobierno de Dilma Rousseff, a un alto costo.
Después de una larga espera, la inflación no sólo comenzó a declinar, sino que la abrupta baja en la actividad finalmente llevó al índice de precios dentro del rango meta de la autoridad monetaria.
El IPC de enero, de hecho, quedó muy cerca del centro de la banda, dando margen al instituto emisor para relajar los tipos de manera más agresiva. En su última reunión, la autoridad rebajó la tasa en 75 puntos base y en los últimos tres encuentros ya acumula un descenso de 125 puntos. El mercado ahora espera que los tipos caigan a 11% a fines del primer semestre, su menor nivel desde comienzos de 2014.