En las últimas semanas las señales que han emanado del mundo político, más que dar cuenta de una nación que avanza de la mano del diálogo, transmiten que las visiones en juego en el país son tan contrapuestas que los espacios de acuerdo son más bien reducidos. Así ha quedado de manifiesto tanto a nivel de declaraciones (en donde las emitidas por el vocero de la Nueva Mayoría marcaron un hito innecesario y contraproducente), como a nivel de estrategia legislativa, en donde se ha procedido a desmantelar y retrotraer decisiones e iniciativas legales alegando que responden a un modelo de país irreconciliable con el que ahora se aspira a construir.
En estos días, y entendiendo que la política progresa por una senda semántica y de símbolos distinta, el mensaje entregado por algunos representantes de esta actividad desanda parte de lo avanzado en cuanto a que los evidentes avances políticos, económicos y sociales que ha tenido el país en las últimas décadas surgieron del diálogo constructivo de las distintas visiones imperantes.
Entre los activos que han permitido estos avances se cuenta precisamente la capacidad de dialogar y moldear las instituciones y normas, de modo de ir adecuándolas a la nueva realidad nacional y a sus necesidades. Se trata de un proceso de construcción progresivo, en donde el ideal político no puede a pasar a llevar ni la evidencia ni las consideraciones técnicas. Una aproximación maniqueista, que instala al detractor en el terreno de la conspiración obstruccionista y que promueve una dinámica donde los modelos de sociedad son irreconciliables, desvaloriza lo hecho en las últimas décadas.