Reforma de pensiones: cómo remover una piedra de tope
Joaquín Vial CLAPES UC, Facultad de Economía y Administración UC Leonardo Hernández CLAPES UC, Facultad de Economía y Administración UC
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Joaquín Vial y Leonardo Hernández
El protocolo de acuerdo para la tramitación del proyecto de reforma previsional del 7 de agosto pasado establece que debe considerarse un seguro social para incrementar el monto de las pensiones actuales y de quienes estén próximos a pensionarse con bajas tasas de reemplazo, con especial foco en mujeres, las que tienen mayor esperanza de vida y jubilan antes. Sin embargo, el problema de su financiamiento, en particular, la distribución del 6% de cotización adicional, se ha transformado en una piedra de tope importante en la discusión parlamentaria.
La idea de hacer redistribución o reparto con una parte “pequeña” de la cotización adicional es rechazada por tres razones. Primero, porque constituye un impuesto al trabajo, lo que incentivaría aún más la informalidad laboral. Segundo, porque para asegurar tasas de reemplazo razonables para quienes no están cubiertos por la PGU se necesita todo el 6%, hacer reparto con los aportes actuales implica malas pensiones mañana. Y tercero, por el riesgo político de que esa parte “pequeña” vaya creciendo en el tiempo. Un préstamo forzoso al Estado (“aporte reembolsable”) también es rechazado por estas razones y porque el Estado chileno tiene muy poco espacio para endeudarse y podría, por la vía de pagar un interés bajo, terminar perjudicando a las pensiones futuras de los que prestaron involuntariamente. Por último, cabe recordar que los cotizantes quieren mayoritariamente que sus ahorros vayan a sus cuentas individuales.
“Una opción para ‘cuadrar este círculo’ es que el seguro social sea un seguro de longevidad, el que entregaría beneficios a quienes viven más de una cierta edad, digamos más de 85 años”.
Este problema no fue resuelto por la Comisión Técnica de Pensiones, cuyo reciente informe presenta simulaciones de los distintos componentes del seguro social, incluyendo un bono tabla (para igualar pensiones entre hombres y mujeres), garantía de UF 0,1 por año cotizado y bono cuidados (para subsidiar a quienes asumieron labores de cuidado no remunerado durante su vida laboral). El documento no se pronuncia sobre la distribución de la cotización adicional.
Una opción para “cuadrar este círculo” es que el seguro social sea un seguro de longevidad, el que entregaría beneficios a quienes viven más de una cierta edad, digamos más de 85 años. Este seguro se pagaría con una parte de la cotización adicional, digamos 2% del sueldo imponible (1/3 de la nueva cotización; el resto, 4%, iría a las cuentas de capitalización individual). Así, la totalidad de la nueva cotización de 6% beneficiaría a los cotizantes -el seguro es un beneficio privado que protege contra un riesgo no administrable por las personas, lo que reduce significativamente el efecto impuesto-, pero mayoritariamente a las mujeres por su mayor esperanza de vida (la prima del seguro es la misma para hombres y mujeres). El monto pagado por el seguro podría incluso tener un tope máximo, para reforzar su dimensión social.
Por último, como los fondos acumulados en las cuentas de capitalización individual solo deben financiar las pensiones hasta que empieza a operar el seguro (85 años en el ejemplo), se produciría un aumento de las pensiones autofinanciadas. Y como cualquier seguro, el de longevidad lo pueden ofrecer y administrar compañías privadas (con una adecuada regulación por parte del Estado), lo que elimina el riesgo de crear un ente estatal monopólico que pueda usar políticamente esos recursos.