El 2013 deja una sensación de descontento con nuestro ordenamiento penal, expresado en críticas a resoluciones de tribunales (como el caso de la toma al Congreso o de la colusión de las farmacias); o en la controversia generada por iniciativas legales, como la propuesta de observatorio judicial o la “Ley Hinzpeter”. Lamentablemente, se instaló la noción de que “el problema penal” tiene que ver con las facultades policiales y con un cierto garantismo de los tribunales. Eso es omitir el problema de fondo: tenemos un código penal anacrónico, sumado a una política criminal reactiva a lo mediático, que tiende a legislar para el caso particular.
La legitimidad del ordenamiento criminal no tiene que ver sólo con la dureza de las penas, o con el control a los magistrados. El desafío está en cómo nos dotamos de un sistema punitivo que proteja eficazmente ciertos bienes jurídicos, y sea capaz de reaccionar en la medida adecuada, sin vulnerar las garantías individuales de los ciudadanos. Lo anterior supone definir tres cuestiones básicas. Primero, qué bienes jurídicos merecen tutela penal. Hoy las personas están expuestas a nuevos riesgos que el ordenamiento no pudo prever. Nuevas tecnologías, productos defectuosos, y nuevas dinámicas económicas, imponen la pregunta sobre la inserción de nuevos bienes jurídicos al catálogo de tipos penales. No se trata de expandir indiscriminadamente el alcance del Derecho Penal, sino de redefinirlo de manera armónica, incluyendo -y excluyendo también- conductas percibidas como delictivas, pero que al no estar tipificadas, generan la sensación de impunidad -o de sanción- injustificada.
El segundo desafío apunta a la proporcionalidad de las penas. El discurso de la seguridad ciudadana ha llevado a exacerbar la sanción a los delitos contra la propiedad individual en desmedro de otras conductas, lo que genera incentivos a fiscales y magistrados a buscar soluciones materialmente más justas. Es ahí que se originan las críticas al caso de la colusión de las farmacias o la toma del Congreso.
Por último, falta repensar el sistema penitenciario, y el modo de cumplir las penas, para adecuarlos a los requerimientos de dignidad, justicia, reinserción y reparación del daño causado que subyacen al ejercicio del poder punitivo del Estado.
Todo lo anterior es lento, caro e impopular, pero sin duda necesario para modernizar y legitimar el ordenamiento criminal. Mientras ello no ocurra, todo lo demás es populismo penal.