Lo que aprendí en un infernal vuelo de larga distancia
Pilita Clark
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Pilita Clark
Hace poco, hice algo que mis amigos en Australia habían recomendado que hiciera durante mucho tiempo: tome el vuelo directo de 17 horas desde Heathrow a Perth. “Es asombroso”, dijo uno, que había sido uno de los primeros en probar la ruta cuando Qantas la lanzó el año pasado y no puede esperar a viajar en el servicio aún más largo entre Nueva York y Sidney que la aerolínea comenzará a probar estos días.
“Es increíble”, dijo otro, y resultó tener toda la razón. Fue increíble. Increíblemente horrible. Tan espantoso que debería haberme convertido en una crítica perenne de Qantas. En cambio, el resultado fue totalmente diferente.
El problema comenzó con uno de los pasajeros que abordó en Londres. Era un hombre alto y de mediana edad de Queensland que había estado viajando solo a través de Gran Bretaña durante un mes, pero quien acababa de pasar un mal rato tratando de facturar su equipaje en el mostrador de autoservicio en Heathrow, que en su opinión era una desgracia.
Descubrí todo esto porque estaba sentada a su derecha y cuando despegamos, me lo contó todo. Luego se lo contó al hombre sentado a su izquierda. Luego presionó el botón para llamar un asistente de vuelo y también se lo contó. Para entonces, me había dado cuenta de que estaba a punto de pasar 17 horas atrapada en un asiento junto a la ventana en clase turista sentada junto a un hombre que, como dicen en Brisbane, “tenía varios canguros sueltos en el prado superior”, o sea, le faltaba un tornillo.
Al principio no le presté mucha atención porque tenía un problema más urgente: una complicada fecha de entrega para un artículo, lo cual significaba que estaría trabajando durante mis vacaciones a menos que pudiera usar mi tiempo en el vuelo para escribir. Encendí mi computador portátil y comencé a escribir, hasta que me di cuenta de una vibración desagradable a mi izquierda. Mi vecino estaba moviendo su pierna con tanta fuerza que estaba frotando contra la mía. También había acaparado el espacio compartido del reposabrazos entre nosotros lo cual imposibilitó cualquier intento de escribir. “¿Te importaría mover tu brazo?”, le pregunté. “¿Cuál es tu problema?”, gruñó mi vecino, dejando su brazo firmemente en su lugar.
Faltaban 16 horas. Él era un hombre grande. Dejé de escribir, me puse los auriculares, me alejé lo más que pude de él y oré por dormir. Él también se puso los auriculares y debió haber encontrado un canal de música porque, justo cuando me estaba quedando dormida, comenzó a golpear con las manos en el aire y a cantar, en voz alta una canción de AC/DC. “¡Estoy en la autopista! ¡Al infierno!”, gritó, ignorando las caras sorprendidas a su alrededor y el vuelo al infierno que estaba creando.
Con cautela le pedí que se detuviera para poder levantarme, y encontrar al asistente de vuelo más cercano para pedirle otro asiento. El hombre sentado al otro lado del Señor Queensland había llegado antes, pero los dos estábamos condenados. El vuelo estaba tan lleno que no había otros asientos disponibles.
“Es literalmente la peor persona con la que me he sentado”, me quejé con la asistente. “En el vuelo más largo que he tomado por mucho”. Ella hizo dos cosas inesperadas. Primero, me ofreció a escondidas un plato de comida de la clase ejecutiva. Luego, compartió una impresionante lista de sus propias terribles experiencias con pasajeros. La peor fue cuando estaba sentada entre una mujer con tos seca quien se negaba a cubrirse la boca y un hombre con caspa que emitía una nube de olor corporal nocivo cada vez que levantaba el brazo para rascarse el cuero cabelludo. “Tuve que aguantar la respiración todo el vuelo”, dijo.
Seguramente sus acciones no están detalladas en los manuales de capacitación de Qantas. Algunas compañías tal vez las prohíban. Sin embargo, su respuesta muy humana me animó tanto que cuando me bajé del vuelo en Perth, había dejado de culpar a Qantas por llenar el avión de tantos pasajeros que era imposible escapar de uno terrible. En cambio, estaba agradecida de que su personal hubiera tratado instintivamente de solucionar un problema que, para ser justos, no era del todo de su creación.
En una era de implacables encuestas de servicio al cliente y jerga sobre “deleitar al cliente”, esa asistente fue un recordatorio de que se necesita muy poco para convertir una desastrosa relación con clientes en un triunfo y de cuán pocas veces realmente se logra. He perdido la cuenta de las veces que una persona de un banco o compañía telefónica ha respondido a una petición de ayuda con una frialdad asistida por computadora. Las personas comprensivas, cálidas y humorísticas tal vez no sean fáciles de encontrar. Pero cualquier compañía que logre colocarlas en el centro de las relaciones con los clientes siempre estará un paso adelante, especialmente cuando esa ayuda se necesita a 30 mil pies de altura.