Nueva Constitución y sustentabilidad fiscal
MAURICIO VILLENA Decano Facultad de Economía y Empresa, Universidad Diego Portales
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MAURICIO VILLENA
Existen grandes expectativas en el país por el trabajo de la Convención Constituyente. Escribir una Constitución que represente la vocación democrática de los chilenos sin duda puede recomponer el pacto social y ser un instrumento de conciliación nacional y cambio; en la dirección correcta, puede dar un nuevo impulso al crecimiento económico y progreso del país, y significar una mejora en los estándares de vida de la población. Sin embargo, también hay riesgos de que este proceso nos lleve por una senda que limite la capacidad de avance del país.
Uno de estos riesgos es que las demandas expresadas por muchos constituyentes se reflejen en la nueva Carta Magna en forma de derechos fundamentales y de prestaciones en áreas como salud, educación, seguridad social u otras, elevando el gasto público a niveles insostenibles. Ello generaría serios problemas fiscales futuros, empeoraría la macroeconomía y limitaría de manera importante el crecimiento económico. Este riesgo es real y países vecinos que han seguido este camino han visto sus graves consecuencias en la economía.
El caso paradigmático es la Constitución de 1991 de Colombia, escrita por una Asamblea Constituyente. Al evaluar sus efectos en la economía del país diez años después de implementarse, el ex ministro de Hacienda y Crédito Público, Eduardo Wiesner, argumenta que esa Carta Magna tuvo efectos fiscales y legales que implicaron un aumento excesivo del gasto público y las transferencias; generó déficits fiscales adicionales y estableció rigideces estructurales que imposibilitaron lograr un balance fiscal sostenible y asegurar un crecimiento económico similar al histórico (Wiesner, 2004).
Wiesner plantea que las transferencias para garantizar los derechos sociales establecidos en la Constitución explican gran parte del crecimiento del gasto público –que subió 19 puntos del PIB durante los años 90–, la deuda bruta (que pasó de 16,6% del PIB a 64,5% en 2001) y los intereses pagados por el gobierno (de 3,35% del PIB en 1990 a 5% en 2003). El estudio de Wiesner también es taxativo en que las sucesivas reformas tributarias en Colombia desde mediados de los 90 no lograron corregir los déficits estructurales que sembró la Constitución de 1991.
Desafortunadamente, los derechos plasmados en la Constitución colombiana no necesariamente generaron mejoras concretas en la calidad de vida de la población, y han llevado a la judicialización de los derechos sociales, económicos y culturales, por incumplimientos por parte del Estado (Montoya et al 2010). También hay evidencia de que la judicialización ha beneficiado a personas de mayores ingresos.
Ojalá que aprendamos de la experiencia constituyente de nuestros vecinos y no caigamos en la tentación de plasmar en nuestra Constitución una lista de expectativas y deseos de la cual no nos podamos hacer cargo de manera sostenible en el tiempo. Tal como nos recomendó recientemente la eminencia constitucional Wim Voermans: “La Constitución no es una lista de supermercado: no prometan nada que no puedan cumplir”.