Eutanasia: ¿un asunto individual?
Claudio Alvarado R. Director ejecutivo IES
- T+
- T-
Claudio Alvarado
ay quienes creen que los llamados debates valóricos admiten una solución sencilla: que cada uno decida. La ley, se dice, debiera limitarse a ofrecer distintas opciones, y el que discrepa de tal o cual cosa simplemente tendría que abstenerse de actuar.
Se trata de un razonamiento bastante extendido y aparentemente razonable; pero las apariencias engañan. Así lo revela el debate sobre el proyecto de eutanasia que discute el Congreso. No hay derecho sin consecuencias, y este caso lo confirma.
En efecto, establecer un derecho legal significa asegurar su respeto por parte de terceros: la sociedad se compromete a proteger aquello que se garantiza. En este proyecto, lo garantizado es la facultad de exigir una prestación médica (si cabe denominarla así) para terminar con la propia vida. La medida no afectaría sólo al involucrado y sus familiares, sino también a los ancianos y enfermos terminales, actuales y futuros.
Si el proyecto se convierte en ley, en adelante todos ellos deberán probarse a sí mismos y a quienes los rodean que resulta adecuado seguir viviendo; que lo correcto es perseverar ante la enfermedad y no recurrir a la "salida" más expedita, que seguramente muchos recomendarán.
Como si ya no fuera suficiente lidiar con el peso de enfermedades desgastantes desde todo punto de vista, y como si nuestros abuelos ya no se sintieran típicamente una carga —ellos son quienes más se suicidan en Chile—, ahora habrá que sumar el agobio de tener que justificar la propia existencia. Es un curioso modo de respetar la dignidad de los más vulnerables.
Pero hay más. El proyecto de ley referido también afecta a todo el personal y a todas las instituciones de salud que podrían verse obligados a actuar contra sus principios e ideas fundamentales. En particular, contra la prohibición de atentar de manera directa y deliberada contra la vida humana inocente; prohibición inseparable de la profesión médica (y pocas décadas atrás, de la civilización occidental en general). Así estuvo a punto de ocurrir en el caso del aborto. La disyuntiva que se intentó imponer ahí fue o bien seguir participando de la red pública de salud, al costo de atentar contra el propio ideario, o bien mantenerse fieles al mismo, pero al costo de renunciar a dicha red.
La objeción institucional —ausente en este proyecto— se debatió hasta último minuto, e incluso hubo que convencer al Gobierno actual de su importancia. Quienes valoran la provisión mixta de los bienes públicos y comprenden que el Estado no agota esa dimensión de la vida común debieran mirar con suma inquietud este tipo de discusiones.
Con todo, la disputa sobre eutanasia también afecta a la sociedad por un motivo adicional: la única alternativa diferente y sustentable en el tiempo es tomarse en serio que los ancianos y los enfermos terminales deben ser una prioridad política. Ante el propósito de matar (la eutanasia), la solución no es prolongar de manera artificial la vida (el ensañamiento terapéutico). La opción más justa es dejar morir cuando corresponde.
Sin embargo, una muerte realmente digna supone onerosos cuidados paliativos, que alivien el dolor y permitan sobrellevar del mejor modo posible los últimos días, meses o años, según el caso. Nada de esto es sencillo ni barato, por lo que los argumentos contra la eutanasia deben ir acompañados de significativos esfuerzos médicos y económicos. Como sucede en tantas otras discusiones, aquí el mundo privado tiene mucho que aportar.