¡A cumplir la promesa liberal!
Ralf Boscheck Decano Escuela de Negocios UAI
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Más de tres semanas de protestas dejan el país paralizado. Muchos comentaristas, como The Economist, entre otros, vinculan la crisis con la desigualdad de ingresos, el descuido de las salvaguardas básicas y una economía lenta atajando expectativas crecientes. Todos sugieren que el modelo de Chile puede y debe evolucionar para satisfacer las necesidades del país. La pregunta es cómo.
Hace un año, Sergio Undurraga, uno de los autores de “El Ladrillo”, calificó el origen del modelo como “un programa para escapar de una crisis, enderezar las finanzas públicas, asegurar la independencia de la política monetaria y combatir la inflación”. Se convirtió en una hoja de ruta confiable para abrir la economía, fomentar los mercados y proteger la libertad individual para competir, crear valor y prosperidad. Para muchos, fue un respaldo del ideal liberal: un Estado eficiente y minimalista avalando la oportunidad y el logro individual. Muchos creen que se cumplió esta promesa. No obstante, los críticos moderados dudan que esto sea así. Al mismo tiempo, algunos liberales han abandonado el credo clásico.
Las ideas políticas dilucidan las condiciones sociales, posicionan al individuo en la sociedad e impulsan iniciativas y acciones. Deben abordar los cambios económicos y sociales para mantenerse relevantes. El liberalismo no es la excepción. Nacido como una idea revolucionaria contra el absolutismo, ha evolucionado con variaciones extendidas por todo el espectro ideológico.
En la “derecha”, los liberales “conservadores”, desde Burke hasta Nozick, insisten en la primacía de los derechos individuales, la coordinación del mercado y la importancia socializadora de las tradiciones. Desconfían de la ingeniería social y la planificación económica y, en el extremo, niegan la legitimidad de cualquier redistribución estatal. Para algunos, el liberalismo conservador a secas racionaliza la desigualdad.
En la “izquierda”, los liberales “sociales”, desde Paine hasta Rawls, abogan por una transformación gradual hacia una “sociedad justa” basada en la igualdad de oportunidades y la libertad individual. Aceptan la intervención estatal si permite al individuo alcanzar la autonomía que le posibilite ejercer su libertad y, en algunos casos, agregan una obligación pública de inculcar virtudes cívicas. Este liberalismo, para otros, esboza una agenda “progresista”.
Así, el liberalismo ofrece un menú de ideas capaz de justificar desde “esconderse detrás de viejas barricadas” hasta “empujar nuevas fronteras”. Si hoy, y con la crisis actual, la primera parece anacrónica, ¿qué implicaría la segunda? ¿Un prolongado debate constitucional o un catártico diálogo ciudadano? ¡Tal vez! Mientras tanto, ¿por qué no desatar la competencia para abordar demandas claves?
Solo un ejemplo. Escapar de la trampa de ingresos medios exige educación para impulsar la productividad, las ganancias y la demanda interna. Cambiar la educación chilena transforma la estructura social y refuerza el orgullo común para rechazar acciones violentas y asociales. Pero no existe una promesa creíble de crear y mantener un sistema educativo realmente basado en el mérito con controles regulatorios sólidos.
Chile ha superado en muchos aspectos a cualquier país de la región, pero todavía está funcionando muy por debajo de su potencial y de las expectativas de su población. Puede ser que la evolución del modelo de Chile exija nada más que cumplir su promesa liberal.