Hace ya un buen tiempo que se viene experimentando en el país con diferentes mecanismos de estabilización de precios de combustibles -FEPP, FEPC, Sipco, Mepco-, todos los cuales buscan enfrentar los problemas que generan alzas de precio sorpresivas, considerando que en su uso vehicular no se cuenta con buenos sustitutos, lo que obliga a realizar dolorosos ajustes en ahorro o calidad de vida, y que seguros privados no son ampliamente disponibles, con consecuencias de economía política (protestas, desaprobación, etc.).
Esas consideraciones olvidan que parte importante del costo social de utilizar combustibles fósiles, cuyas externalidades bien se conocen, es precisamente soportar la volatilidad en los precios. A ello se suman costos fiscales, pues rara vez se respeta la simetría con la que se supone se diseñan –suavizar tanto alzas como bajas- como claramente sucedió con la rápida y publicitada modificación de los parámetros que rigen el mecanismo en los últimos días, además de un subdesarrollo del mercado de seguros y un importante costo de equidad.
Esto último, pues son las personas de altos ingresos quienes más se benefician del mecanismo –el cual introdujo ahora también un seguro cambiario-, en tanto utilizan más el automóvil y le destinan una fracción mayor de su ingreso. De acuerdo con la última Casen de 2011 sólo el 33,9% de los hogares posee un automóvil y en el 40% de menores recursos no supera el 17%, mientras que en el 20% más rico supera 66%. Datos del INE lo confirman: en el Gran Santiago el 20% de menores ingresos destinaría el 1,1% de su gasto a gasolina, mientras en el quinto quintil este porcentaje asciende a un 4,1%.