A partir del año 2006 en adelante ha costado mucho poner en marcha en el país un programa de inversiones en infraestructura que se proyecte en el tiempo, en forma estable y sostenida, para continuar avanzando en proveer a Chile de las obras necesarias para desplegar plenamente sus competencias. Existen diversas razones que explican esta situación, mas lo importante es que ahora existe una percepción generalizada de que el país debe recuperar este retraso para no perder liderazgo ni retardar su proceso de desarrollo.
Los proyectos que se debieran priorizar son aquellos conducentes a mejorar las condiciones operativas de los servicios existentes, permitiendo un mejor acceso de la población a prestaciones que inciden directamente en su calidad de vida. Luego se debe avanzar en proyectos de mediano plazo, como la construcción de nuevas avenidas hacia los barrios periféricos, mejorar la conectividad en todas las zonas urbanas, instalar parques y centros deportivos, y construir centros comerciales y de servicios. Todo esto se debe llevar acabo en infinidad localidades que se han desarrollado por décadas mediante la mera adición, sin pausa ni reflexión, de más y más viviendas, mayoritariamente multifamiliares.
Estos nuevos proyectos, ya sean para mejorar lo existente o construir lo faltante, requieren de una correcta planificación estratégica y de un horizonte de ejecución que se mide en lustros y décadas.
La improvisación en materias de infraestructura afecta muy rápidamente de manera negativa a las personas, constituye una malversación de recursos y un castigo para quienes más precisan los bienes públicos. Debe establecerse, por tanto, una Política de Infraestructura, que necesariamente debe trascender a cualquier gobierno de turno. Pretender enmarcar proyectos de infraestructura en los limitados plazos de un período presidencial, es sólo voluntarismo inútil e inconducente. Así, resultan sólo soluciones de parche, obras inconclusas y nacen mayores frustraciones sociales.
La Política de Infraestructura, elaborada con una visión de Estado, debe surgir de una propuesta diseñala por expertos representantes de diversas corrientes urbanísticas y consensuada con organizaciones de vecinos y autoridades comunales y luego refrendada por una Ley de la República. Debe ser de carácter eminentemente descentralizada, elaborada en cada región para la región, y debe aspirar a determinados niveles de inversión, compatibles con la magnitud del desafío que en estas materias enfrenta el país. No menos importante es que la Política de Infraestructura debe considerar una institucionalidad que asegure, en cada región, que la ejecución de cualquier obra, llevada a cabo por privados o por el Estado, sea consecuente con la política de largo plazo vigente para la zona. Para ello, deben estudiarse mecanismos de dirección de baja rotación, que trasciendan a los gobiernos.
De la misma manera, la Política de Infraestructura debe contemplar plazos de ejecución para los proyectos, independientemente de lo riesgoso que esto signifique para el planificador. Sin plazos es difícil evaluar el compromiso efectivo de las autoridades para resolver los problemas que deben ser abordados a través de las inversiones en infraestructura.
En idéntico sentido, una política en este campo, al igual como es en educación, salud y otras disciplinas fundamentales para el desarrollo del país, debe comprometerse con recursos.
Nada se saca con declarar que se hará un esfuerzo muy importante en dotar las regiones de una mejor infraestructura de transporte, por ejemplo, si esto no se expresa en compromisos presupuestarios específicos.