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Columnistas

Para Occidente, el objetivo no debe ser obstruir el crecimiento de China

Gideon Rachman©2023 The Financial Times Ltd.

Por: Equipo DF

Publicado: Miércoles 4 de enero de 2023 a las 04:00 hrs.

¿Queremos que China fracase? Esta cuestión surgió en un reciente seminario al que asistí para responsables políticos y comentaristas occidentales.

El grupo estaba revisando un informe sobre el año que viene, cuando alguien planteó por qué uno de los peligros enumerados para 2023 sería una brusca ralentización del crecimiento chino. “¿Acaso no es eso lo que queremos que suceda?”, preguntó.

Es una buena pregunta. Después de todo, el presidente estadounidense ha dicho en repetidas ocasiones que está dispuesto a enfrascarse en una guerra con China para defender a Taiwán. La Unión Europea (UE) califica al país de “rival sistémico”. Gran Bretaña debate si debe calificar formalmente a China de “amenaza”. Sin duda, si se considera a un país como una amenaza y un rival, no se desea que su economía crezca rápidamente.

“No se trata de impedir que China se enriquezca, sino de impedir que esa creciente riqueza se utilice para amenazar a sus vecinos o intimidar a sus socios comerciales. Esa política tiene el mérito de ser tanto defendible como factible””.

O quizá sí. Quienes creen que el éxito económico continuado de China sigue formando parte del interés de Occidente tienen argumentos plausibles. En primer lugar, China es una parte enorme de la economía mundial. Si deseas que China entre en recesión, estás muy cerca de querer que el mundo también entre en recesión. Y si China se desplomara —por ejemplo, si colapsara su sector inmobiliario— las consecuencias repercutirían en el sistema financiero mundial.

Luego está la cuestión moral. ¿Te parece bien que más de 1,4 mil millones de chinos —muchos de ellos todavía pobres— se empobrezcan más? La demanda y la inversión de China son fundamentales para los países de África y las Américas. ¿Quieres que ellos también se empobrezcan?

El hecho de que esté ocurriendo este debate dice algo sobre la confusión que reina actualmente en las capitales occidentales. En términos generales, dos modelos de orden mundial se enfrentan en las mentes de los responsables políticos occidentales: un viejo modelo basado en la globalización y uno nuevo basado en la competencia entre grandes potencias.

El antiguo modelo hace hincapié en la economía y en lo que los chinos llaman “cooperación beneficiosa para todos”. Su argumento es que la estabilidad y el crecimiento económicos son buenos para todos y que además fomentan hábitos útiles de cooperación internacional en cuestiones críticas como el cambio climático.

El nuevo modelo sostiene que una China más rica ha resultado ser, por desgracia, una China más amenazadora. Beijing ha invertido dinero en su expansión militar y tiene ambiciones territoriales que amenazan a Taiwán, India, Japón, Filipinas y otros países. Este punto de vista sostiene que, a menos que las ambiciones de China cambien o sean frenadas, la paz y la prosperidad mundiales se verán amenazadas. El ataque de Rusia a Ucrania y el estrecho alineamiento entre la China de Xi Jinping y la Rusia de Vladimir Putin han reforzado la opinión de que el mejor lente a través del cual ver el mundo es ahora la que se enfoca en la competencia entre grandes potencias.

Desgraciadamente, no es un argumento que pueda resolverse, porque ambas visiones del mundo contienen elementos de verdad. Una China fracasada podría ser una amenaza para la estabilidad mundial. Y lo mismo podría ocurrir con una China que triunfe, siempre que la gobierne Xi, u otro autoritario nacionalista.

Para resolver el debate, los responsables políticos occidentales deben plantear una pregunta diferente. No: ¿queremos que China fracase? Sino: ¿cómo podemos gestionar el continuo ascenso de China?

Plantear así la cuestión evita basar la política en algo que escapa al control de los funcionarios occidentales. No sería sensato que los estadounidenses o los europeos asumieran que China se encamina al fracaso, como tampoco sería realista que China basara sus políticas en la idea de que Estados Unidos podría derrumbarse. Está claro que tanto China como EEUU enfrentan importantes desafíos internos que podrían —en el peor de los casos— abrumarlos. Pero sería insensato que ambas partes asumieran ese resultado.

En lugar de intentar empobrecer a China o frustrar su desarrollo, la política occidental debería concentrarse en el entorno internacional, en el que está emergiendo una China más rica y poderosa. El objetivo debe ser moldear un orden mundial que haga menos atractiva para China la aplicación de políticas agresivas.

Este enfoque tiene elementos militares, tecnológicos, económicos y diplomáticos. EEUU ha reforzado con gran eficacia su red de lazos de seguridad con países como Japón, India y Australia, lo que debería contribuir a disuadir el militarismo chino. Los esfuerzos de Washington por impedir que China se convierta en el abanderado tecnológico mundial están cobrando impulso, pero será mucho más difícil coordinarlos con los aliados, que temen por sus propios intereses económicos.

La economía y el comercio es donde EEUU es más débil. China ya es el mayor socio comercial de la mayoría de los países del Indo-Pacífico. La actitud cada vez más proteccionista de EEUU y su incapacidad para firmar nuevos acuerdos comerciales significativos en Asia hacen que la contraoferta de Washington luzca cada vez menos convincente.

La batalla de las ideas también es importante. Como ha puesto de manifiesto la guerra de Ucrania, gran parte del mundo sigue mostrándose profundamente escéptica sobre los motivos de Occidente, incluso a la hora de oponerse a una evidente guerra de agresión emprendida por Rusia.

Por eso es crucial que EEUU y la UE tengan claro —para sí mismos y para los demás— que su objetivo no es impedir que China se enriquezca. El objetivo es impedir que la creciente riqueza de China se utilice para amenazar a sus vecinos o intimidar a sus socios comerciales. Esa política tiene el mérito de ser tanto defendible como factible.

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