El dramático incendio de la Iglesia de las Hermanas de la Providencia en Santiago es una llamada de alerta contra el abandono en que se encuentran muchos templos y edificios patrimoniales. La política de las manitos de gato a que son sometidos de vez en cuando no alcanza para su mantención. Las comunidades religiosas no pueden cubrir los gastos que implica su cuidado, que va más allá de pagar luz y agua. A esto se suma que muchas de ellas - las mismas religiosas de esa comunidad -tienen decenas de compromisos de asistencia social que les impiden dedicarse a su cuidado.
Los templos, cualquiera sea su confesión, son patrimonio común. No sólo embellecen la ciudad -en este caso se pierde una joya arquitectónica en el corazón de una comuna capital-, sino que alimentan el espíritu de los ciudadanos.
Me comentaba un extranjero que le llamaba la atención las pocas iglesias y lugares de culto que hay en Santiago. Nos escudamos diciendo que es una ciudad relativamente nueva. Ni comparar con Lima o Quito y sus maravillosas iglesias coloniales. Pero otras ciudades igualmente jóvenes en el tiempo como Buenos Aires o Sao Paulo tienen, proporcionalmente, muchísimos más espacios dedicados al culto que nosotros. La misma escasez de lugares de culto se repite en otras ciudades. Salvo las catedrales, al poco andar, se sucede el comercio y las casas sin asomo de espacios para reposar el alma. La Serena sería quizá una excepción, donde las iglesias y capillas son parte del inventario citadino y las distintas administraciones municipales han procurado sacarles lustre y embellecerlas, rejuveneciéndolas y dándoles brillo para alegría de sus habitantes y turistas.
Y debo rescatar aquí las buenas iniciativas de conservación de nuestro patrimonio religioso en el sur de Chile, concretamente en Chiloé, donde se han recuperado siete iglesias chilotas que han pasado a ser patrimonio de la humanidad. Todo un orgullo.
Pero no bastan estos brotes aislados. La conservación de los templos y lugares de culto habla del alma de un pueblo, de sus intereses y raíces. Dime como está tu habitación y te diré quién eres. Lo mismo se puede decir de una ciudad: dime cómo cuidan sus templos y te diré cómo son sus habitantes.
La inversión en ellos es dinero ganado, no perdido. Va en directo beneficio de una mejor calidad de vida, sociabilidad, mayor cultura, crecimiento en virtudes. En suma, gente más feliz.
Aprovecho a agradecer a las miles de personas que anónimamente y sin más premio que la alegría de hacer el bien han contribuido con su patrimonio y entusiasmo la tarea de construir y conservar casas de Dios para que el hombre se encuentre con Él.
Que ese incendio no haya sido en vano. Que nos abra los ojos para dignificar y embellecer más aún nuestras ciudades y con ello, el alma de sus habitantes.