Las fluctuaciones en las economías del mundo se deben en gran medida a las historias que oímos y contamos sobre ellas. Esos relatos populares y económicamente relevantes a veces nos mueven a salir y gastar, crear empresas, construir nuevas fábricas y edificios de oficinas y contratar a empleados; en otros momentos, nos infunden miedo y nos incitan a permanecer sentados, guardar nuestros recursos, limitar los gastos y reducir el riesgo: o estimulan nuestra exuberancia vital o la amortiguan. Parece que estamos a merced de nuestros relatos. Desde 2009, la mayoría hemos estado esperando a que alguna historia encendiera nuestros corazones con esperanza y confianza... y reavivara nuestras economías.
Para entender por qué la recuperación económica (si no la del mercado de valores) ha seguido tan débil desde 2009, debemos descubrir qué historias han estado afectando a la psicología popular. Un ejemplo es el rápido avance de los teléfonos inteligentes y las tablillas informáticas. En 2007, se lanzó el iPhone de Apple y, en 2008, los teléfonos Android de Google, justo cuando estaba empezando a manifestarse la crisis, pero la mayor parte de su crecimiento se ha producido a partir de entonces. En 2010 se lanzó el iPad de Apple. Desde entonces, esos productos han entrado en la conciencia de prácticamente todo el mundo; vemos a personas que los utilizan en todas partes: en la calle y en los vestíbulos de los hoteles, en los restaurantes y en los aeropuertos.
Ésa debería ser una historia que levantara la moral: están surgiendo unas tecnologías asombrosas, hay un auge de ventas y el espíritu empresarial está vivo y coleando, pero el efecto que infundía confianza del anterior auge inmobiliario fue mucho más potente, porque resonó directamente en muchas más personas. En realidad, esta vez la historia de los teléfonos inteligentes y las tablillas informáticas está relacionada, en realidad, con una sensación de presentimiento ominoso, pues la riqueza que crean esos aparatos parece concentrada entre un pequeño número de empresarios tecnológicos que probablemente vivan en un país lejano.
Esas historias despiertan nuestros temores de vernos superados por otros en la escala económica y, ahora que nuestros teléfonos nos hablan (Apple lanzó Siri, la voz artificial que responde a preguntas orales, en sus iPhones en 2010), alimentan el terror de que lleguen a substituirnos, del mismo modo que las primeras oleadas de automatización volvieron obsoleta una gran parte del capital humano.
Yo he tenido el placer de reunirme con Abe en este viaje. Se atiene a lo ya sabido, al contar la historia de la adopción de medidas enérgicas y definitivas contra un malestar económico que lleva decenios afectando al Japón. Inspira confianza; lo noté inmediatamente.
Se ha dicho también de Abe que ha reavivado el patriotismo nacional, incluso el nacionalismo. Aunque en la reunión no me dijo nada en ese sentido, creo que puede ser también una parte fundamental de su historia. Al fin y al cabo, el nacionalismo está intrínsecamente vinculado con la identidad individual. Crea una historia para cada uno de los miembros de la nación, una historia sobre lo puede hacer como parte de un país logrado. Algunas de las medidas más polémicas de Abe, como, por ejemplo, la de visitar el santuario Yasukuni, pese a las objeciones chinas y coreanas, no hacen sino intensificar los efectos de la historia.
Aun así, a los dirigentes nacionales, aun los que tienen el talento de Abe, no les resulta fácil gestionar semejantes historias, del mismo modo que a los productores cinematográficos les resulta difícil lograr un gran éxito todas las veces. Ningún dirigente puede formular coherentemente los relatos que afectan a la economía, pero no por ello deben dejar de intentarlo.
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