Uno de los mantras tradicionales de los bancos centrales es la doctrina de la “ambigüedad constructiva”, según la cual no es aconsejable comprometerse a un curso de actuación predeterminado en situaciones de incertidumbre, sino que es preferible reservarse un cierto grado de discrecionalidad para actuar según lo dicten las circunstancias.
Este término se ha venido utilizando especialmente en las actuaciones de los bancos centrales como prestamistas de última instancia en una crisis bancaria. La decisión de socorrer o no a un banco en crisis, de acuerdo con esta doctrina, no estaría sometida a unas reglas predefinidas, para evitar o reducir el llamado “riesgo moral”: el peligro de que los gestores bancarios, conocedores de que el banco central o el tesoro acudirán en su rescate en caso de dificultades, asuman riesgos excesivos, confiando en que finalmente las pérdidas serán soportadas, en su caso, por los contribuyentes (bien en forma directa, a través de más impuestos, bien indirectamente, con más inflación).
Pero, como casi todo en economía, este juego depende de las expectativas: la ambigüedad sólo reduce el riesgo moral si las autoridades tienen una intención de apoyo, en caso de crisis, superior a la expectativa de los mercados, y si aquéllas pueden engañar sistemáticamente a éstos. Lo que ha quedado claro en esta crisis es que el apoyo público a las entidades en dificultades ha sido casi total, y el único intento de evitarlo (Lehman) provocó una crisis cuyas secuelas todavía padecemos. La expectativa de rescate se ha convertido casi en certeza, y la única manera de reducir el riesgo moral es que las autoridades se comprometan con unas reglas de actuación más firmes y más creíbles.
No se trata sólo de las entidades “demasiado grandes para caer”. Si bien en Estados Unidos se rescató sobre todo a entidades sistémicas, dejando caer a las más pequeñas, en Europa se ha rescatado a bancos de todos los tamaños (y en España, como es bien sabido, a cajas de tamaño en general pequeño). El elevado costo para el contribuyente europeo ha venido acompañado de una peligrosa espiral de contagio entre el riesgo soberano y el bancario y un aumento de la fragmentación financiera, todo lo cual resulta incompatible a la larga con la supervivencia del euro. Por eso se han puesto en marcha una serie de reformas que pretenden establecer normas claras para la resolución de bancos que, junto con los avances hacia la unión bancaria, se espera que detengan y eventualmente reviertan esta peligrosa fragmentación.
Todo ello pregona el final de la doctrina de la ambigüedad constructiva. A diferencia de otros países o regiones, en Europa coinciden un mercado único (y para algunos países una moneda única) con la soberanía fiscal nacional, lo que explica que la defensa de una competencia equilibrada y el control de las ayudas de estado sean aspectos clave de la regulación financiera. Esto, junto con el elevado costo de la crisis, explica que haya sido Europa la primera en establecer normas tan estrictas para la resolución de bancos.
Ningún regulador ha ido tan lejos como el europeo a la hora de atarse las manos de cara a crisis bancarias futuras. Está por ver cómo será la aplicación práctica de estas normas, especialmente en países que tengan un tesoro fuerte, que cuente por tanto con la opción de rescatar a sus entidades. La ambigüedad ya no es constructiva, pero las reglas deben ser creíbles.