Para muchos líderes europeos, la crisis de la eurozona demuestra la necesidad de construir “más Europa”, cuya meta final es lograr una unión política plenamente desarrollada. Si se tiene en cuenta la historia bélica y la división ideológica del continente, como también los desafíos actuales que plantea la globalización, una Europa pacífica, próspera y unida que ejerza influencia en el extranjero es, sin lugar a dudas, un objetivo deseable. Sin embargo, quedan aún desacuerdos de envergadura sobre la manera de alcanzar dicho objetivo.
Históricamente, se consideró que la unión monetaria es la ruta que lleva hacia la unión política. No obstante, la crisis que enfrenta “Europa”, no es tanto un asunto relacionado a la unión política, es más un asunto relativo a la Unión Económica y Monetaria de la Unión Europea. En todo caso, puede que los esfuerzos por mantener unida a la Unión Económica y Monetaria (UEM) nos hubiesen alejado de la meta de una política exterior común al volver a encender dentro de los Estados miembros (sin importar si dichos Estados dan o reciben ayuda financiera) rencores de tinte nacionalista, que esperábamos se hubieran extinguido hace ya mucho tiempo atrás.
Todas las medidas que apoyan implícitamente la unión política han terminado siendo inconsistentes y peligrosas. Dichas medidas implicaron enormes riesgos financieros para los miembros de la eurozona. Además, alimentaron las tensiones entre sus Estados miembros. Quizás lo más importante es que erosionaron la base sobre la que se apoya la unión política, es decir, la base que se construye cuando se logra persuadir a los ciudadanos de la Unión Europea a cerca de que ellos deben identificarse con la idea de Europa.
El apoyo público a “Europa” depende en gran medida de su propio éxito económico. Ciertamente, son los logros económicos de Europa los que le otorgan una voz política en el mundo. Sin embargo, tal como la crisis actual indica, las economías de la Unión Europea que tienen los mejores desempeños son aquellas con mercados laborales (relativamente) flexibles, tasas de impuesto razonables y libre acceso a las profesiones y negocios. Además, el impulso para dirigirse hacia una reforma económica no provino de la Unión Europea, sino que provino de los gobiernos nacionales.
El proyecto europeo debe partir de la premisa que asevera que las instituciones apropiadas, los derechos de propiedad y la competencia, junto con un sistema fiscal favorable al crecimiento y políticas fiscales sólidas, se constituyen en la base del éxito económico.
Los peligros de un abordaje centralizador se pueden ver en la relación entre los 17 actuales miembros de la eurozona con los 11 Estados de la Unión Europea que no son parte de la eurozona. A medida que los primeros se esfuerzan por lograr una mayor integración, las consecuencias económicas adversas de dichos esfuerzos, con mucha probabilidad van a disuadir a los segundos de participar en la Unión Económica y Monetaria (lo que pudiese ser otra señal de que la competencia institucional no se puede suprimir para siempre).
Hay una enorme cantidad de áreas en las que la acción común a nivel de la Unión Europea es a la vez adecuada y eficaz. La política ambiental es claramente una de ellas. Sin embargo, la centralización de la toma de decisiones económicas, como un fin en sí mismo, no puede sustentar una Europa próspera y poderosa.
Jean Monnet, uno de los fundadores de la Unión Europea, dijo en una ocasión que si hubiese tenido la oportunidad de comenzar de nuevo el proceso de integración europea, hubiese comenzado con la cultura: una dimensión en la que no necesitamos ni queremos centralización.
La riqueza cultural de Europa consiste precisamente en su diversidad; de manera similar, la base de los logros más admirables de Europa ha sido la competencia entre personas, instituciones y lugares. El malestar económico actual de Europa refleja los esfuerzos prolongados de los líderes europeos por negar lo que es evidente.
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