JPMorgan Chase ha tenido un mal año. El banco no sólo acaba de dar a conocer su primera pérdida trimestral en más de una década; también aceptó un acuerdo tentativo para pagar una multa de US$ 13.000 millones al gobierno de Estados Unidos como castigo por malvender títulos respaldados por hipotecas. Y se avecinan otros costos legales y regulatorios importantes. JPMorgan se recuperará, por supuesto, pero sus aprietos han reabierto el debate sobre qué hay que hacer con los bancos que son “demasiado grandes para quebrar”.
En Estados Unidos, los responsables de las políticas optaron por incluir la ley Volcker (que lleva ese nombre por el ex presidente de la Reserva Federal Paul Volcker) en la Ley Dodd-Frank, restringiendo así la administración de cartera propia por parte de los bancos comerciales en lugar de revivir de alguna manera la división de bancos de inversión y minoristas de la Ley Glass-Steagall. Pero los senadores Elizabeth Warren y John McCain, un dúo poderoso, han regresado a la batalla. Ellos sostienen que los acontecimientos recientes han demostrado que JPMorgan es demasiado grande para ser administrado bien, inclusive por el CEO Jamie Dimon, a quien ni sus críticos más feroces acusan de incompetencia.
Sin embargo, es poco probable que la ley Warren-McCain sean implementada pronto, aunque sólo sea porque la administración del presidente Barack Obama está preocupada por mantener el gobierno abierto y pagar sus cuentas, a la vez que no se puede garantizar un acuerdo bipartidario sobre qué día de la semana es, mucho menos sobre una mayor reforma financiera. Pero la cuestión de qué hacer con los bancos universales enormes, complejos y aparentemente difíciles de controlar que se benefician de un respaldo estatal implícito sigue sin resolverse.
La “solución académica”, a la que se arribó en la Junta de Estabilidad Financiera en Basilea, es que los reguladores globales deberían identificar clara y sistémicamente los bancos importantes e imponerles regulaciones más duras con una supervisión más intensiva y ratios de capital más elevados. Eso ya se ha hecho. En un principio, se designaron 29 de esos bancos, junto con algunas aseguradoras. Existe un procedimiento de promoción y relegación, como en las ligas de fútbol nacionales, de manera que la cantidad fluctúa periódicamente. Los bancos en la lista deben mantener mayores reservas y más liquidez, lo que refleja su condición de instituciones sistémicamente importantes. También deben preparar lo que coloquialmente se conoce como “testamentos vitales”, que explican cómo reducirían su actividad en una crisis –idealmente sin respaldo de los contribuyentes.
Sin embargo, si bien todos los países importantes están comprometidos con esta estrategia, muchos de ellos piensan que hace falta más. Estados Unidos ahora tiene su ley Volcker (aunque continúan las disputas entre los bancos y los reguladores sobre cómo definirla). En otras partes, se están implementando, o están en consideración, reglas más invasivas.
Ahora tenemos un plan de alguna manera global, complementado por varias soluciones locales en Estados Unidos, el Reino Unido y Francia, con la posibilidad de un plan europeo que también diferiría de los demás. En testimonio ante el Parlamento del Reino Unido, Volcker cuidadosamente observó que “internacionalizar algunas de las regulaciones básicas nivelaría el campo de juego. Obviamente no es ideal que Estados Unidos tenga la ley Volcker y el Reino Unido tenga Vickers…”
Sin duda tenía razón, pero “demasiado grande para quebrar” es otra área en la que el entusiasmo inicial post-crisis por alcanzar soluciones globales fracasó. El resultado desafortunado es un campo de juego desnivelado, con incentivos para que los bancos trasladen operaciones, ya sea geográficamente o en términos de entidades legales. Ese no es el resultado que el G-20 –o cualquier otro- buscaba en 2009.
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