DF Conexión a China | Beijing debe empezar a gastar para asegurar el futuro económico de China
Robin Harding© 2023 The Financial Times Ltd.
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Robin Harding
La economía de China desafía las analogías. Así como su crecimiento en las últimas cuatro décadas no tuvo precedentes, sus dificultades actuales -y ciertamente tiene un problema, si no una crisis- son únicas. No es Japón en 1990, Corea en 1997 o EEUU en 2008. China no enfrenta una crisis financiera ni una recesión de balance; de hecho, con un crecimiento que sigue más o menos en vías de alcanzar el 5% este año, no enfrenta una recesión en absoluto.
No obstante, la situación es grave. En el pasado, las autoridades de Beijing han demostrado una gran flexibilidad e ingenio para mantener el crecimiento. Ahora deben hacerlo de nuevo.
“El gobierno central debe intervenir para evitar que un problema se convierta en una crisis”.
La situación actual se caracteriza por una falta crónica de demanda, incluso mientras la economía crece. Dos estadísticas ilustran este hecho. Una es el índice de precios al consumidor, que está al borde de la deflación: en junio los precios se mantuvieron estables en términos interanuales y bajaron un 0,2% respecto al mes anterior. La otra es el desempleo juvenil, que alcanzó el 21,3% en junio. Se trata claramente de una economía en la que el gasto no es suficiente para ocupar todos los recursos productivos disponibles. Se podría llamar “crecimiento recesivo”.
El peligro a partir de aquí es una espiral deflacionista a la baja, y el peligro es real porque ningún sector en China está en condiciones de gastar más.
Los consumidores aún no se han recuperado de las políticas del año pasado, que implementaron confinamientos en las ciudades más ricas de China. A diferencia de EEUU, Japón o Europa, no hubo grandes transferencias de estímulo del Gobierno, por lo que las finanzas de los hogares vulnerables sufrieron un duro golpe. El efecto adverso es silencioso, pero profundo. Los consumidores, que solo habían experimentado un crecimiento incesante, han probado ahora la inseguridad laboral y les ha resultado amarga. Con todas las barreras estructurales que China ha impuesto al consumo, como un sistema de seguridad social débil que incita al ahorro para autoasegurarse, el gasto tardará en recuperarse.
Las empresas privadas, en general, podrían invertir si quisieran. En unos pocos sectores favorecidos -sobre todo los vehículos eléctricos y la cadena de suministro de energía verde- lo están haciendo a gran escala. En el resto, la situación es sombría. La industria tecnológica aún no se ha recuperado de las recientes medidas estrictas de los reguladores en nombre de la “prosperidad común”, el control de las exportaciones estadounidenses y el cierre efectivo de los mercados de capitales extranjeros. Entre la incertidumbre reglamentaria y el consumo deprimido, las industrias de servicios tienen poca motivación para aumentar la producción. Ante la reticencia de las autoridades a recortar las tasas de interés por temor a la salida de capitales, el entusiasmo entre inversionistas y consumidores seguirá siendo sombrío.
La inversión en la vivienda y en infraestructuras, los primeros lugares que Beijing normalmente consideraría para los estímulos, están en el centro de la preocupación por la llamada recesión de balance, en la que un desplome de los precios de los activos deja a hogares y compañías insolventes y decididos a liquidar sus deudas. Los promotores inmobiliarios sobreapalancados de China, simbolizados por Evergrande, encajan en esta historia, pero no es una crisis de balance más amplia como hacia donde se dirigen las cosas.
Los precios inmobiliarios no han caído tanto y el sistema se está esforzando mucho por estabilizarlos. Dado que la propiedad inmobiliaria representa una gran parte de la riqueza de los hogares, así como una fuente crucial de ingresos para los gobiernos locales, un desplome amenazaría la estabilidad financiera y social. También crearía una intensa presión para la salida de capitales. Los municipios chinos disponen de numerosas herramientas, como la fijación de precios mínimos de venta para los promotores, pero en lugar de que hayan bajado los precios, las transacciones se han agotado. Eso crea un grave problema de actividad, pero no de morosidad. Los otros grandes prestatarios son los vehículos de financiación de los gobiernos locales, que obtienen préstamos para invertir en infraestructuras locales.
Más que las deudas existentes, el gran problema es el margen para nuevas actividades. El envejecimiento de la población y la emigración hacen que la demanda de vivienda esté prácticamente saciada en gran parte del país. Permitir más construcción en megaciudades como Beijing, Shanghái y Shenzhen le daría un nuevo vigor al sector, pero conllevaría su propia serie de desventajas incómodas y políticamente desestabilizadoras. El gasto incremental en infraestructuras siempre es una opción, pero tiene rendimientos decrecientes y acumula más deuda para el futuro.
Esto deja dos fuentes de demanda: el comercio y el gasto público. El superávit por cuenta corriente de China se sitúa ya en el 2% del producto interno bruto (PIB), en sí mismo un indicador de la debilidad de la demanda interna, y el resto del mundo debería estar alerta ante un renovado flujo de exportaciones chinas ultracompetitivas, que ahora incluyen productos de gama alta como los vehículos eléctricos. La exportación de deflación de esta manera por parte de China podría ayudar a los países occidentales a superar su actual problema con la inflación, pero a un costo económico sustancial a largo plazo.
Todo el mundo, dentro y fuera de China, debería preferir la última opción. El Gobierno central chino es uno de los menos endeudados del mundo. Tiene un amplio margen para transferir efectivo a los hogares, impulsar el consumo y estimular la economía. Resulta alarmante que en una reciente reunión del politburó se ofreció una larga lista de políticas, pero pocas señales de efectivo. Si China quiere mantener su larga racha de éxito económico, a Beijing le corresponde actuar.