Click acá para ir directamente al contenido
Columnistas

Cien días de soledad

Por: Equipo DF

Publicado: Jueves 27 de marzo de 2014 a las 05:00 hrs.

Cuando la violencia estalló en Ucrania y los manifestantes empezaron a morir a manos de las fuerzas de seguridad, la Unión Europea amenazó con imponer sanciones a las autoridades ucranianas responsables de emplear “violencia y uso excesivo de fuerza”. El presidente Viktor Yanukovich huyó de Kyiv, abandonando su zoológico privado -con cabras y cerdos exóticos- y también a los ministros de relaciones exteriores de Alemania, Francia y Polonia, quienes se encontraban en dicha ciudad intentando lograr un acuerdo que pusiera fin a la violencia.

Sin embargo, cuando la violencia estalló casi simultáneamente en Venezuela y los manifestantes también empezaron a morir a manos de las fuerzas de seguridad, la Organización de Estados Americanos alzó la voz para anunciar que.... no iba a alzar su voz. La solución del problema depende de la propia Venezuela, afirmó la OEA. Ningún ministro latinoamericano de relaciones exteriores ha ido a Caracas a denunciar la represión o exigir el fin de la violencia. Mientras tanto, el número de muertes sigue subiendo.

Este contraste pone de manifiesto algo que ya todos sabemos: las instituciones latinoamericanas son aún más débiles que las europeas. Pero también revela algo más: una ética lógicamente distorsionada que condena a los gobiernos y sus líderes a permanecer en silencio ante la agresión, la represión e incluso la muerte, porque decir algo significaría “intervenir” en los problemas internos de otro país.

Esto no solía ser así. No hace mucho tiempo, en América Latina se consideraba que la vida y la libertad eran derechos universales que debían ser defendidos más allá de toda frontera.

Mi padre fue un abogado chileno, activo defensor de los derechos humanos, a quien el general Augusto Pinochet expulsó del país junto con su familia. Así fue como yo pasé mi adolescencia y primeros años de adulto en el exilio, compartiendo temores y esperanzas con otros expatriados de Chile, Argentina, Brasil y Uruguay. Ninguno de nosotros, como tampoco ningún latinoamericano de izquierda, hubiéramos dudado un instante que la defensa de los derechos humanos es responsabilidad de todos y que la comunidad internacional debe darles duro a los gobiernos que torturan y matan a su propio pueblo.

En el Chile de Pinochet, como también en la Argentina del general Jorge Rafael Videla, a quien reclamaba contra la violencia patrocinada por el gobierno se le acusaba de ser miembro de una conspiración comunista internacional. Hoy en día, según el presidente Nicolás Maduro, quien reclame contra la violencia en Venezuela, es un fascista y lacayo del imperio estadounidense. Todo ha cambiado; no obstante, todo permanece igual.

No cabe duda de que son los venezolanos quienes deben solucionar su crisis. El problema es que en este momento muchos de ellos no pueden marchar pacíficamente por las calles de Venezuela sin ser blancos de disparos. Es más, algunos venezolanos dudan de que sus derechos vayan a ser respetados. Ya se han cumplido los mandatos del fiscal general, de los miembros del consejo nacional electoral y de los jueces de la corte suprema, pero no se ha nombrado a ningún sucesor porque Maduro se niega a negociar con la oposición y en la Asamblea Nacional carece de la mayoría de dos tercios necesaria para nombrar a las autoridades que él escoja.

Si hay algo que les gustaría a los venezolanos es ser ellos los encargados de decidir su propio destino, pero los medios democráticos para hacerlo no están a su alcance. De hecho, uno de los líderes claves de la oposición, Leopoldo López, se encuentra detenido bajo el absurdo cargo de “instigación al delito”.

Quizás la reacción extranjera más triste sea la proveniente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile -la misma que ha encabezado las manifestaciones estudiantiles en Chile exigiendo mejor educación-, que condenó a los estudiantes venezolanos por haberse puesto “del lado de la defensa del viejo orden, opuesto al camino que el pueblo ha definido”.

El problema de este argumento (si se lo pudiera considerar como tal) es que “el pueblo” no habla con una sola voz, como tampoco hace declaraciones que caen claramente formuladas desde el cielo. Para poder entender lo que desea la gente de carne y hueso, y responder de manera acorde, las democracias cuentan con procedimientos, garantías constitucionales y derechos individuales. Cuando todo esto se atropella, como ha sucedido en Venezuela, el pueblo no puede hablar con libertad ni escoger su camino.

COPYRIGHT PROJECT SYNDICATE 2014

Te recomendamos