No ha pasado inadvertido en las intervenciones de los candidatos a la presidencia el debate sobre el papel que debe jugar el Estado en la sociedad chilena. Para buena parte de los postulantes, un Estado más grande y robusto sería una solución. Ese mensaje apunta con insistencia a que sólo el Estado rescataría de los abusos, daría educación de calidad y solucionaría la desigualdad. Se agrega a ello, a veces, un tono anti empresa.
Este discurso, no obstante, no es sincero. Sociedades que han seguido esta senda nos demuestran que las personas pierden importantes grados de libertad y que aquéllos que decían administrar la igualdad, más pronto que tarde, se transforman en favorecidos en lo económico y social. Naciones que empoderaron desmedidamente a sus Estados, más que rescatadas resultaron asfixiadas.
No se trata que el Estado no deba cumplir rol alguno en la sociedad. Ello sería absurdo. Lo importante es qué roles y en qué medida los ejerce. El Estado debe asegurar que todas las personas reciban un trato digno y desde ahí potenciar -y no reemplazar- el rol que a ellas y a los cuerpos intermedios corresponde en la sociedad. Debe generar marcos adecuados para el desarrollo de la iniciativa privada y brindar las herramientas para que podamos alcanzar, por sí, un mejor porvenir. Debe velar activamente por la observancia de las normas impuestas, regulando el curso del cauce en determinadas áreas (sin secarlo).
En otras palabras, debe aspirar al logro de mayores grados de justicia (no de igualdad). Cuando el Estado es mucho más que eso, el mensaje que en realidad se transmite es la falta de credibilidad en el individuo y en sus capacidades.