El Sistema de Alta Dirección Pública (ADP) se encuentra nuevamente bajo observación.
El mecanismo, creado hace cerca de una década como una forma de aislar del ciclo político el reclutamiento de talentos profesionales en el sector público, vuelve a la palestra y promete ser el objetivo de una reforma legal debido a las altas tasas de desvinculación que se observan en las posiciones de los niveles I y II de la administración del Estado en los meses inmediatamente posteriores a los últimos cambios de gobierno.
Con niveles de desvinculación de 60% a 70% en el nivel I (jefes de servicio) y de 40% y más en el nivel II (directores regionales y jefes de división) es fácil presumir que el incentivo para que postulen los mejores profesionales no es alto. A lo anterior se suma el costo oculto en términos de reputación de nuestras políticas públicas que significa crear instituciones que en los hechos operan a medias y casi con el único propósito de poner un visto bueno a una lista de obligaciones.
Resulta de perogrullo decir que de nada sirve aquello y que, es más, incluso puede terminar siendo más caro para el país dedicar recursos a “hacer como que se hacen” las cosas. Y lo que es peor, tender un manto de sospechas sobre espacios institucionales creados justamente con la idea de avanzar en transparencia.
Es fundamental que estos vicios de corrijan prontamente y que sea el Estado, en primer término, el que en los hechos legitime la importancia de la llamada “meritocracia”, palabra tan usada en los discursos, aunque sin un correlato adecuado en los hechos.