Por qué las cuentas de gastos son una forma complicada de fraude
Pilita Clark
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Pilita Clark
La semana pasada durante la mayor parte del día, la historia más leída del Financial Times (FT) no fue sobre la guerra en desarrollo entre Israel y Hamas, o las batallas en curso en Ucrania, o Elon Musk o Donald Trump.
Se trataba de un hombre llamado Szabolcs Fekete, que era analista de alto nivel en Citibank hasta que reclamó dos cafés y dos sándwiches como gastos de negocios, después de llevar a su socio a un viaje de negocios a Ámsterdam el año pasado.
“El caso del sándwich de Citi muestra por qué algunos infractores reciben más apoyo que otros. Si una empresa quiere despedir a alguien, sólo tiene que examinar los gastos que reclama”.
El banco decidió investigar si Fekete, que trabajaba en políticas de cumplimiento legal, realmente se había comido él solo toda esta comida y algunas pastas de aspecto sospechoso.
Inicialmente dijo que sí, luego admitió que su pareja había probado los bocadillos. El banco lo despidió por falta grave. Él presentó una demanda por despido improcedente. Un juez laboral acordó con Citi y dictaminó que Fekete debería haber confesado de inmediato y que el banco tenía derecho a esperar que su personal fuera honesto.
Hasta ahora parece un caso sencillo. Excepto que la respuesta a esta historia no ha sido nada sencilla. Lo más sorprendente de todo es el nivel de burla dirigido no hacia Fekete, sino hacia Citi.
Al momento de escribir este artículo, más de 500 personas habían aplaudido digitalmente a un lector del FT que escribió en respuesta a la historia: “No se puede mentir en un banco, a menos que sea una mentira realmente grande”.
Yo también me reí a carcajadas cuando encontré una parte del fallo donde el juez escribió que las circunstancias del caso incluían el hecho de que Citi “opera en un sector financiero altamente regulado y requiere que sus empleados actúen con la máxima integridad en todo momento”.
Éste es el mismo banco cuyos costos por mala conducta ascendieron a más de £13 mil millones solamente entre 2014 y 2018, según datos que académicos de la Bayes Business School de Londres recopilaron para un proyecto de costos de comportamiento.
Algunos de los mayores costos estaban relacionados con la crisis financiera de 2007-2008, pero en años más recientes surgieron grandes sumas, incluyendo US$ 402 millones en 2018 para resolver el papel del banco en una conspiración para manipular los mercados de divisas.
Citi estuvo entre los 20 grandes bancos que pagaron colectivamente más de £ 377 mil millones en tales costos entre 2008 y 2018, como resultado de ventas indebidas, lavado de dinero, abuso de mercado y otros delitos menores, encontraron los investigadores.
Estos costos no necesariamente se relacionaban con un solo individuo. Y nadie quiere que un banco contrate a alguien que considere deshonesto. Pero la magnitud de estas sumas hace que uno se pregunte sobre la decisión de despedir a alguien por sándwiches y café.
Justamente o no, el caso de Fekete me recuerda un consejo que me dio un ejecutivo hace años y que nunca he olvidado: si una empresa quiere despedir a alguien, la forma más sencilla de hacerlo es examinar los gastos que reclama.
Esto se debe a otra cosa que ha hecho que el caso del sándwich de Citi sea tan convincente: probablemente todos conocemos a alguien que ha estado tentado a hacer trampa en sus gastos.
No está del todo claro cuán amplio es el fraude de gastos. Las investigaciones sobre el tema tienden a ser realizadas por empresas que venden software de gastos y, por lo tanto, no son observadores desinteresados. Aun así, al estar condenada a un sistema de gastos tan abyecto que hace aullar a hombres y mujeres adultos, me inclino a creer a una encuesta de 2018 que afirmaba que los empleados obligados a luchar con sistemas innecesariamente complicados y onerosos, tenían más del doble de probabilidades de hacer trampa que aquellos que usaban otros más simples.
Sin embargo, por muy malo que pueda ser ese fraude hoy en día, estoy segura de que solía ser peor, al menos en el periodismo. En mi oficina, la historia de Citi desató una corriente de recuerdos sobre las declaraciones de gastos increíblemente creativas que alguna vez hicieron periodistas famosos. Presuntamente.
¿Sabía yo algo del hombre que envió su piano de cola a Europa desde África? ¿O del tipo que siguió reclamando las cuotas de la escuela de internado mucho después de que sus hijos se graduaron?
No sabía, posiblemente porque las historias eran apócrifas, aunque he escuchado muchas parecidas. También recuerdo los días en que las generosas reclamaciones de gastos no sólo eran normales, sino que se fomentaban activamente.
Las finanzas apretadas de los medios de comunicación de hoy significan que la era de las leyendas de Fleet Street y el sector editorial que llevaban a los contadores a crisis mentales con declaraciones de gastos descabelladas se ha desvanecido. Pero todavía aprecio el recuerdo de uno de mis primeros jefes de redacción que me espetó: “¿Por qué no has reclamado ningún almuerzo todavía? ¿Te gusta pagar por trabajar aquí?”