Reformando la gratuidad
Matko Koljatic Profesor titular Pontificia Universidad Católica de Chile
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Matko Koljatic
Hay consenso en que la gratuidad universitaria, como fue formulada en la ley de reforma a la educación superior, es un engendro que no tiene viabilidad financiera. Los recursos del Estado no alcanzan para reemplazar los aranceles que pagaban los alumnos. En el esfuerzo por cerrar las brechas a través de una política de fijar los aranceles por debajo del costo de la educación impartida, se pasa a llevar la calidad —tercerizando las plantas académicas— o a déficit que hacen peligrar la existencia misma de las instituciones de educación superior adscritas al sistema.
El problema es que volver al régimen anterior de becas y créditos, que funcionaba razonablemente bien a fuerza de descuentos y préstamos, es inviable políticamente. Como dijo el hoy ex ministro Gerardo Varela al asumir la cartera de Educación, “la gratuidad llegó para quedarse”. Entonces, ¿qué hacer?
La respuesta puede estar en el informe de la Comisión Asesora Presidencial para la Reforma de la Educació Superior (CAPRES), que presidida por el rector Carlos Peña y con participación de rectores, dirigentes estudiantiles y “expertos” —uno de los cuales era yo—, fue instituida por Michelle Bachelet luego de la “revolución de los pingüinos”, en 2006. La CAPRES deliberó todo el año 2007 sobre los problemas de la educación superior y sus posibles soluciones, entregando su informe a la Presidenta a principios de 2008.
Como era de esperar, uno de los temas debatidos fue el financiamiento de los estudiantes (ya en esa época ellos exigían gratuidad), lo que produjo dos “votos” en el informe. El de mayoría propiciaba mantener el sistema de becas y préstamos, perfeccionándolo aumentando las becas, haciendo los créditos contingentes al ingreso y bajando la tasa de interés. Es decir, los cambios que introdujo el primer gobierno de Sebastián Piñera en su respuesta a las movilizaciones de la Confech de 2011.
El voto de minoría, que tuvo mi apoyo, aceptaba la gratuidad en los primeros dos años de la educación superior para todos los alumnos provenientes de la enseñanza particular subvencionada o estatal. Al tercer año de estudios, si el alumno o alumna tenía un “buen” rendimiento académico, mantenía la gratuidad. Si, por el contrario, no tenía un buen rendimiento, pero quería continuar estudiando, se le ofrecía el Crédito con Aval del Estado (CAE). Los alumnos provenientes de colegios particulares debían financiar sus estudios por sí mismos. Por cierto, la gratuidad y el CAE sólo aplicaban en instituciones acreditadas.
A mi modo de ver, esta opción tenía tres ventajas. Por una parte, respondía a una demanda que expresaban los estudiantes, y que dado el problema social del endeudamiento estudiantil, había que atender. En segundo lugar, ataba la continuidad de la gratuidad al buen rendimiento académico. En tercer lugar, la propuesta era viable financieramente. Cálculos que hice aquel año indicaban un gasto de $600 millones de dólares anuales, menos de la mitad de lo que se gasta hoy.
Me sigue pareciendo que esta podría ser la base para una política de financiamiento estudiantil justa y eficaz.