Ley de Monumentos o cómo destruir nuestro patrimonio
Se dice que uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde. Incendios, terremotos, vandalismo y demoliciones nos hacen recordar, ...
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Se dice que uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde. Incendios, terremotos, vandalismo y demoliciones nos hacen recordar, de tanto en tanto, el valor que le asignamos como sociedad a nuestro patrimonio arquitectónico o histórico. Todos apreciamos rodearnos de edificios que nos recuerdan quiénes fuimos, y cuánto nos ha costado llegar hasta donde estamos. Sin embargo, no queremos asumir los costos que significa preservar este legado, o peor aún, no hemos sido capaces de idear mecanismos efectivos que permitan costear esta preservación.
La verdad es que nos encontramos en el peor de los mundos en relación a nuestra legislación sobre monumentos nacionales. Existen pocas leyes que lleguen a este nivel de deficiencia, que consigan exactamente el efecto contrario del deseado por “don legislador”. Redactada a fines de los 60, en abierto desprecio al derecho de propiedad y con una arrogancia propia del socialismo antimercado que campeaba en la época, la Ley de Monumentos Nacionales establece tal nivel de gravámenes sobre el propietario de un bien declarado monumento nacional, que no hace otra cosa que crear dos formas de destrucción de todo bien que contenga algún valor arquitectónico: o consigue un deterioro severo de la propiedad declarada (dado que no existe modo de establecer ninguna compensación directa o indirecta para mantener o reparar el inmueble); o bien, estimula su rápida demolición, antes de que exista declaratoria, precisamente para escapar de la pesada carga que significa la declaratoria de monumento nacional.
Dicho de otra manera, esta regulación, al poner sobre una sola persona -el propietario- la totalidad de la carga pública que significa la declaración de monumento nacional (y de la cual nos beneficiamos todos), es completamente expropiatoria. La doctrina extranjera ha denominado a este fenómeno como
regulatory takings
, para señalar aquella situación en que la ley pone injustamente una carga pública sobre los hombros de un individuo, el cual debe soportar solitariamente el peso de una regulación destinada al beneficio colectivo.
Nuestra Constitución considera y entiende perfectamente este abuso y su texto protege este tipo de regulaciones expropiatorias. Así también lo ha entendido nuestra Corte Suprema desde Maullín con Fisco en el año 2004, pero lamentablemente aún no ha sido reconocido en el Tribunal Constitucional, al menos no desde el fallo “Playas” de 2009.
A lo anterior, debemos denunciar lo brutalmente centralista y poco participativo que resulta todo el proceso declaratorio, donde no interviene ni la comunidad ni el propietario afectado y donde no se socializan los costos de las decisiones a quienes perciben la externalidad positiva del tener un inmueble declarado monumento nacional. Debemos reconocer eso sí, el singular esfuerzo que ha realizado el modesto Consejo de Monumentos Nacionales que, con un escaso presupuesto y una deficiente institucionalidad, se ha esmerado por realizar su labor con dignidad y esfuerzo.
Sin embargo, el gran responsable de modificar esta nociva normativa son nuestros órganos legisladores. Mientras no tengamos una ley moderna que respete los derechos de las personas; que reconozca el valioso aporte de la libertad en soluciones creativas y efectivas a este importante área; donde mercado y cultura sí se puedan dar la mano, estableciendo incentivos correctos para la conservación de inmuebles de valor patrimonial, no esperemos tener un rico acervo arquitectónico e histórico. Lamentablemente, y de no mediar un abandono de ideologismos trasnochados, nuestros monumentos nacionales y todo edificio con potencial de serlo, seguirán irremediablemente el camino del deterioro o de la demolición.
Paralelamente, debemos plantearnos los costos que como sociedad queremos asumir para preservar los inmuebles que disfrutamos estéticamente todos -discutiéndolo año a año en la Ley de Presupuestos-, pero sin imponérselo arbitraria e injustamente a una persona en particular, como lo hace nuestra cuasi vandálica legislación de monumentos nacionales.