La paradoja del Gobierno
Felipe Schwember Augier Faro UDD
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Felipe Schwember
Aunque no ha sido bueno, el desempeño económico del país en el último tiempo ha sido mejor de lo esperado. Cuando las expectativas son malas (o incluso muy malas), un resultado mediocre constituye una grata sorpresa.
Y esa es la situación actual. El Gobierno se ha apresurado a celebrar esos magros resultados como si se trataran de un logro propio. Pero en esta materia, como en todas las demás, los (relativamente) buenos resultados obtenidos se han conseguido pese y no gracias a sus oficios. Se han conseguido porque el gobierno no ha podido sacar adelante su programa revolucionario (¿sería mucho decir «chavista»?), consistente en sepultar el neoliberalismo, es decir, en sepultar la posibilidad de una economía competitiva bajo un sistema de democracia representativa.
“Los éxitos objetivos de los que puede preciarse son el resultado directo del fracaso de sus propuestas políticas. Sus personeros solamente pueden jactarse de cosas que no querían hacer y que, en efecto, no han hecho”.
El primer y decisivo revés de este programa fue, como todo el país sabe, la derrota de la propuesta constitucional de la Convención. Dicha propuesta hubiese sencillamente liquidado tanto la economía como la democracia. Este revés explica todos los «aciertos» posteriores del Gobierno: todos han sido involuntarios y su ocurrencia debe explicarse por ese fracaso, así como por el funcionamiento cuasi inercial de las instituciones que no pudieron desmantelar.
La ratificación del TPP11 y el rechazo de su reforma tributaria son otros ejemplos de reveses que han resultado beneficiosos para el país y, a la larga, también para el Gobierno. Así las cosas, vale para esta administración la siguiente paradoja: los éxitos objetivos de los que puede preciarse son el resultado directo del fracaso de sus propuestas políticas. Sus personeros solamente pueden jactarse de cosas que no querían hacer y que, en efecto, no han hecho.
Dicho todavía de otro modo: el éxito objetivo de este Gobierno puede medirse por la extensión de su impotencia: mientras mayor sea ésta, mejores serán los indicadores económicos (o de cualquier otro tipo), y más y mayores los logros de los que podrán jactarse luego sus personeros.
Esta paradoja —más apropiada para el guión de una comedia de equivocaciones— puede verse confirmada en las declaraciones de algunos ministros, que revelan el más pasmoso desconocimiento de la economía: que los malos sueldos son consecuencia de la mala voluntad de los empresarios o que la resistencia a sus propuestas legislativas se origina en prejuicios ideológicos.
Estas declaraciones —a las que podría añadirse la retahíla de afirmaciones acerca del extractivismo, el decrecimiento y la precarización de la vida bajo el capitalismo, tan repetidas los últimos dos lustros— demuestran que el Gobierno no ha causado ni promovido el (magro) crecimiento económico del último tiempo. Más bien, al Ejecutivo le ha sucedido el crecimiento, tal como le sucede a alguien un accidente. Debe ese accidente a la fortaleza de las instituciones «neoliberales» que desprecia. Así las cosas, y en consonancia con lo que ha sido hasta ahora, no puede descartarse que su legado sea la demostración involuntaria del inestimable valor de tales instituciones. Después de todo, estas han sido tan efectivas que han permitido al país crecer, incluso durante un período como el suyo.