La generación perpleja
Pertenezco a la generación que recuerda haber hecho más de una cola para comprar el pan, la leche y el aceite...
Pertenezco a la generación que recuerda haber hecho más de una cola para comprar el pan, la leche y el aceite; que recuerda al país dividido por largos años, en buenos y malos; que recuerda la intervención bancaria, la bancarrota nacional, y que le tocó salir de la universidad, al “mundo real”, cuando Chile tenía un ingreso per cápita de sólo
US$ 3.200, algo parecido a lo que es hoy Nicaragua, el desempleo flirteaba con cifras del 15%, la inflación bordeaba el 30% y casi la mitad de los chilenos eran pobres. De ahí en adelante, fuimos testigos de cómo, sobre la base de una estrategia de desarrollo que perseveró en los roles protagónicos del mercado, la propiedad privada y la capacidad empresarial, o sea, sobre eso que se llama capitalismo, recomponiendo el tejido social en torno a grandes acuerdos políticos, sin creer en milagros pero sí con mucha fe en las virtudes del trabajo, la paciencia y la armonía social, llegamos a donde estamos hoy: un ingreso per cápita cinco veces más alto, una inflación que se califica de “alta” cuando pasa del 3%, una pobreza que dejó de ser tema político porque bajó al 15%, un desempleo del 7% y una institucionalidad democrática que, aunque imperfecta, funciona mejor que muchas que conocemos por ahí.
¿No debiéramos estar celebrando? No necesariamente, especialmente si se pertenece a las generaciones posteriores, las que se criaron como si el progreso fuese un dato, las que crecieron pensando que los bancos nunca quiebran, las que no conciben un supermercado desabastecido, las que se criaron sin “comprar” música sino “bajándola”, y las que nunca supieron que alguna vez la lacra social fue la desnutrición y no la obesidad. Estas generaciones, como no vieron caer el muro de Berlín, no parecen tener inconveniente en que el liderazgo estudiantil de la principal universidad de Chile esté en manos de los comunistas, que se hicieron de éste, como buenos comunistas, con sólo el 14% del universo de votantes.
A su turno, la institucionalidad económica y política, que sólo generaciones anteriores saben lo que costó formar, parece totalmente rebasada por una suerte de rebelión de las masas en tácito contubernio con grupos de interés: los proyectos eléctricos parecen definirse con marchas en las calles; las medidas de racionalización de Codelco quedan a merced de lo que prefieran sus sindicatos; los representantes del parlamento los definen a dedo los partidos y muchos estudiantes y escolares llevan más de dos meses sin clases. El ministro de Educación tiene que salir a responder demandas tan variopintas como la nacionalización del cobre y el pase escolar. ¿Nos cambiaron el país? Nunca antes, me atrevo a decir, estuvieron tan divorciados el desempeño económico general del malestar y la efervescencia social en todo orden de cosas.
Creo que la generación nuestra, que mira con cierta perplejidad estos eventos, tiene parte de la culpa en dichos avatares. Fuimos cómplices de una suerte de despotismo ilustrado, que pensó que bastaba el buen desempeño económico para asegurar la paz social; despreciamos a las palabras y lo que éstas encierran, y por ello, nunca se nos ocurrió polemizar porque mientras un presidente Socialista firmaba un tratado de libre comercio con EEUU, el partido del mismo nombre, anotaba en su declaración de principios que “el capitalismo globalizado… genera injustas desigualdades intrínsecas… y es fuente de deshumanización…”; fuimos débiles en la condena de expresiones atrabiliarias que son sólo simiente de encono, dejando así que “política” y “políticos” tengan hoy asociaciones casi perversas; pecamos, en fin, por omisión, a la hora de explicar que los principios importan, y que el principal de nuestra, “economía de mercado”, era el de que uno tenía que hacerse responsable de sus propios actos y al final del día, el progreso no es maná que cae del cielo (y menos del Estado) sino el resultado de la libre iniciativa individual, así, tal como suena. Así las cosas, no debiera sorprender que hoy una nueva generación crea que el Estado todo lo puede, que el socialismo existe, que los temas que importan se zanjan en la calle y no en el Congreso, y que mientras más rupturista el lenguaje, mejor.