Delirio Americano
Tomás Sánchez V. Investigador Asociado Horizontal, Autor Public Inc.
- T+
- T-
Tomás Sánchez V.
En su libro “Delirio Americano”, Carlos Granés plantea una contundente tesis que merece reflexión. A lo largo del ensayo, revela cómo la historia de Latinoamérica es una en que la elite cultural y política ha querido, una y otra vez, darle forma a la sociedad a través de proyectos tan moralistas como autoritarios. Y a su vez, revela el rol de los artistas, quienes, en busca de la identidad nacional o regional, le han echado mano a lo que sea posible para hacer un contrapunto a Estados Unidos, como para reivindicar al pueblo local como uno bueno y admirable. Un relato de revoluciones, dado que la instituciones eran muy sajonas, caracterizado por el fracaso de un continente.
Así es como más de dos siglos después de que se iniciara la independencia de España, Latinoamérica brilla por su irrelevancia. A pesar de ser un continente que no ha sido desolado por guerras, de tener un idioma común, culturas relativamente similares, recursos naturales desde petróleo hasta minerales, climas privilegiados, y un uso horario alineado con la mayor potencia económica del planeta, esta región no ha sabido levantar la cabeza.
“En Chile, como en toda Latinoamérica, vale la pena concientizar nuestros delirios de certezas y ánimos autoritarios, y recordar que nuestras mejores décadas tuvieron como cimientos los consensos”.
Tácitamente, su tesis plantea que nos ha faltado liberalismo e institucionalidad. Granés, en forma elegante y elocuente, nos va mostrando cómo las pulsiones de izquierdas y derechas a lo largo del último siglo siempre buscaron imponer visiones, por sobre buscar consensos. Al parecer, las certezas de nuestros poetas y caudillos habrían cautivado a sus audiencias con promesas abundantes, pero carentes de medios tangibles. No estábamos para el chiquillaje liberal de perder tiempo contando votos, cuando nuestro grandioso destino nos esperaba impaciente.
La dirección contraria a la europea, donde las constituciones buscaban limitar el poder de los Estados, y los artistas se ocupaban de recordarles esto a sus conciudadanos. La cultura latinoamericana aparentemente habría azuzado a nuestros políticos a no detenerse hasta cumplir su sueño de un hombre nuevo. Esos delirios de grandeza son los que han empapado nuestros fallidos proyectos político-sociales, que, en vez de aprender la inteligencia colectiva, han depositado sus esperanzas en líderes carismáticos.
Quizás la mayor lección es el contrapunto que el libro omite: las democracias liberales exitosas han sabido balancear izquierdas con derechas, fuerzas progresista y conservadoras. Al parecer, el secreto ha estado en sostener una virtuosa tensión entre quienes querían apegarse a la tradición y quienes corrían por innovar. De esta forma, el derrotero no se va dibujando gracias al proyecto de un candidato, sino a la sabiduría de una sociedad que va logrando acuerdos en innumerables rincones.
Así, constatamos que el progreso es un proceso, no buenas ideas. La desaparición del adversario no contribuye al desarrollo, sino que empobrece el debate. El valor que nos entrega la deliberación democrática es la revisión de políticas públicas para hacerlas mejores. Ojalá recordemos esto cada vez que nos den ganas de imponer nuestros puntos de vista.
Lamentablemente, es fácil reconocer el germen que describe Granés en nuestros fallidos procesos constitucionales. Por lo mismo, vale la pena concientizar nuestros delirios de certezas y ánimos autoritarios, y recordar que nuestras mejores décadas tuvieron como cimientos los consensos. De cara al futuro, no dejemos de valorar el debido proceso, la mesura, deliberación y rigor técnico que nos ofrece el repertorio institucional de una sana democracia liberal.