A comienzos de la década de 1990, apenas el 12% de la población tenía acceso a la educación universitaria, según los datos Casen 2020. Treinta años después, el mismo índice muestra un 57,9% (tasa neta) de cobertura de la educación superior en los hogares chilenos, es decir, el crecimiento ha sido exponencial, triplicando el alcance de quienes tienen la posibilidad de acceder a la universidad.
Diversos estudios estadísticos afirman que esa curva de ingreso al mundo universitario ya llegó a su peak por factores tan diversos como la disminución en las tasas de la natalidad o el aumento de la cobertura del sistema universitario, sin embargo, el impacto de la universidad en la vida de los estudiantes y sus familias sigue teniendo un potencial altísimo, constituyendo una plataforma de transformación social y cultural sin parangón en nuestra realidad país.
Hoy las diversas universidades chilenas enfrentan una serie de retos muy complejos: la vigencia, calidad y modernización de las cargas curriculares, la sostenibilidad financiera de la gratuidad, y la ineludible responsabilidad de contribuir al debate público en momentos de transformación social y política, son desafíos que las distintas casas de estudio deben abordar con una mirada proyectable en el tiempo.
Dentro de aquellos retos, hay uno que en los últimos años ha comenzado a crecer en envergadura y complejidad de la mano de la polarización política y segregación social que ha experimentado Chile. Se trata de un elemento básico a la hora de pensar en cualquier aula universitaria que cumpla con el requisito mínimo de universalidad que debe tener la educación superior. Hablo de la diversidad en la salas de clases y patios de nuestras universidades, es decir, de algo tan elemental, pero cada vez más complejo, como la aspiración de que nuestros estudiantes, al momento de ingresar a la universidad, crezcan y se desarrollen compartiendo, conociendo y asimilando de las distintas realidades, experiencias y puntos de vista de sus compañeras y compañeros. Porque precisamente ahí debería estar la clave de la universidad: en su universalidad.
La semana pasada, la Universidad Diego Portales organizó un encuentro con la destacada académica de la Universidad de Michigan Elizabeth Anderson. Doctora en Filosofía de la Universidad de Harvard, experta en ética, filosofía política y feminismo, Anderson habló de la importancia de la incorporación de las miradas distintas con el fin de generar una especie de infraestructura de comunicación y discusión que permita cambiar de opinión, articular diferentes puntos de vista, disentir y estar en desacuerdo, que es lo que finalmente nos hace crecer intelectualmente tanto a nivel personal como social. Y es que ahí debería estar la clave: en entender que aunque nos sea más cómodo rodearnos de nuestros “iguales”, claramente lo más desafiante y aportador es acercarnos a individuos, realidades y pensamientos diversos a los que hemos conocido en la rutina intelectual de nuestra realidad social. Parece de perogrullo que alguien que ingrese a una universidad esté en búsqueda de esa universalidad, sin embargo, las cifras muestran que la tendencia va en la dirección contraria, especialmente en los segmentos más acomodados, con alumnos y padres que parecen privilegiar la cercanía geográfica y/o la pertenencia social e ideológica al momento de definir el futuro universitario. ¿Para qué hacer universidad entonces? Para eso, mejor alarguemos la etapa escolar y dejemos a los estudiantes bien protegidos en la comodidad intelectual de un quinto y sexto medio, rodeados de los suyos: los de siempre.
El convivir con diferencias nos permite desarrollar actitudes positivas hacia otras personas que sean diferentes. Uno de los beneficios más importantes es un entorno de aprendizaje auténtico que se convierta en un microcosmos de la sociedad, con todo tipo de personas y realidades representadas. Una de las grandes ventajas de una sala de clases donde existen alumnos de distintas condiciones económicas, culturales y familiares, es que proporciona un espacio social en el que se dan abundantes oportunidades de interacción y esto desarrolla otras dimensiones más allá de lo netamente académico. La tolerancia, el respeto, el acompañamiento y la empatía son valores que enriquecerán el entorno socioeducativo.
Una formación intelectual superior, que fomenta el pensamiento crítico y la capacidad de desaprender para volver a aprender, debe potenciar habilidades adaptativas que serán clave para un futuro cada vez más incierto, inestable y cambiante. Desarrollar esas habilidades rodeados de los mismos de siempre parece una tarea inútil y, al parecer, conecta poco y nada con el sentido básico de universidad.