Editorial

Octubre

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Han pasado cinco años desde el estallido social que sacudió a Chile el 18 de octubre de 2019, una jornada que partió como una manifestación contra la desigualdad, pero que pronto desbordó en violencia y destrucción. Estaciones de metro incendiadas, comercios saqueados y enfrentamientos con la policía permanecen frescos en nuestra memoria. En semanas sucesivas, los daños materiales fueron incalculables, los heridos civiles y uniformados superaron los 3.000 y 34 personas perdieron la vida. Lejos de contribuir a las soluciones, los actos vandálicos profundizaron el caos y la desesperanza, afectando a muchas comunidades vulnerables, cuyos barrios vieron sus servicios básicos y comercios devastados.

A cinco años del estallido, lo que apremia es una profunda reforma al sistema político.

Uno de los aspectos más decepcionantes del actual escenario político es la tibia reacción de las actuales autoridades de Gobierno frente a la violencia que se vivió esos días. En su minuto, dirigentes del Frente Amplio, hoy parte del Ejecutivo, calificaron las barricadas “en el contexto de la lucha social” como “legitimas expresiones de resistencia”, declarando que las defenderían, sin que hasta ahora se haya oído un análisis más reposado y un mea culpa de lo que implicó haber azuzado a los manifestantes a llevar contra las cuerdas al gobierno de la época. La violencia nunca puede ser el camino ni la excusa para el cambio.

Tras cinco años, la firma de un acuerdo por la paz y la gobernabilidad al que concurrieron todas las fuerzas políticas -con la sola excepción del PC-, y dos procesos constitucionales fallidos, persiste la frustración en la ciudadanía. La clase política ofreció la promesa de un cambio constitucional que no respondió a las expectativas de uno ni otro lado.

Aún es complejo instalar un juicio definitivo acerca de cómo vieron los chilenos el estallido social hace cinco años y cómo lo ven hoy, pero los diversos análisis muestran que se han instalado dos narrativas: la de quienes ponen foco en porqué se produjo y que validan la idea de desigualdad, de una clase política desconectada de las demandas sociales; y la de otro grupo que lo interpreta desde las consecuencias, el desorden y la violencia.

Lo que apremia -y en ello hay coincidencia de todos los sectores- es en la necesidad de una profunda reforma al sistema político, que aborde la crisis de representatividad y el descontento social. Chile mantiene un modelo institucional que, si bien ha sido funcional durante décadas, no responde adecuadamente a los desafíos de una sociedad más compleja y diversa. Es necesario abordar el debilitamiento de los partidos tradicionales y la falta de canales claros de participación ciudadana. Como también lo es poner al centro que el crecimiento económico es un pilar fundamental para responder a estas demandas. Chile requiere retomar las condiciones para impulsar el crecimiento, que permanece estancado hace 10 años, atraer inversiones y generar empleo, todas condiciones necesarias para reducir cualquier brecha de desigualdad.

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